En el universo de la palabra escrita, el término prensa se refiere esencialmente a dos cosas: 1. la máquina que sirve para imprimir, es decir, la imprenta, y 2. El conjunto de las publicaciones periódicas. Ni una ni otra cosa existieron en Colombia hasta el siglo XVIII, el último siglo colonial y, en verdad, la consolidación de la segunda es producto del siglo XIX. Aunque algunos indicios señalan que pudo haber alguna imprenta ya en el siglo XVI, no hay evidencia material de la existencia de esta máquina en el país hasta 1737, cuando entraron por Cartagena “tres cajones de letra de imprenta”, traídos por los jesuitas. Durante los primeros 40 años de la existencia de la imprenta en Colombia se produjeron “algunos libros de doctrina y de devoción”, como dice el permiso expedido por el “Fiscal de Su Magestad”, principalmente novenas. Tras la expulsión de los jesuitas en 1767 su imprenta quedó abandonada, aunque se estableció una en Cartagena, que también produjo novenas. En 1777 el virrey Manuel Antonio Flores solicitó el traslado de la imprenta de Cartagena a Santa Fe, con todo y el impresor, Antonio Espinosa de los Monteros. En esta segunda época de la imprenta la producción se diversificó y se dieron a la estampa papeles tan diversos como el edicto por el que se informaba del indulto concedido a los participantes en la Revolución de los Comuneros de 1781.

No tardaron en aparecer los primeros periódicos. Con los antecedentes del Aviso del terremoto, sobre el sismo acaecido en Bogotá el 12 de julio de 1785, y de la Gazeta de Santa Fé de Bogotá Capital del Nuevo Reyno de Granada, del mismo año, se produjo el que con justicia puede considerarse como el primer periódico propiamente dicho publicado en Colombia, el Papel periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá. Dirigido por Manuel del Socorro Rodríguez, se mantuvo entre el 9 de febrero de 1791 y el 6 de enero de 1797.

El Papel Periódico tuvo como objetivo, según la presentación escrita por el editor, “el honroso empeño de contribuir al bien de la causa pública”, que según él es “el motivo principal y originario de los papeles periódicos”. Ese fue el discurso con el que comenzaba la mayoría de los periódicos que se publicaron en Colombia en el siglo XIX, o por lo menos eso era lo que creían sus directores. La dificultad consistía en que no había acuerdo, como tampoco lo hay ahora, en cuanto a qué es la “causa pública” o la “utilidad común”. Aunque hubo periódicos científicos y literarios, y en casi todos se publicaban artículos o secciones enteras dedicadas a promover y discutir temas relacionados con la agriculturas, la industria, los caminos, la educación y la salud, temas que respondían a lo que entonces se entendía por progreso y mejoras materiales, el tema predominante en los periódicos fue la política, que se debatía incluso en los periódicos científicos y en los literarios. Y el disentimiento en cuanto al bien y la utilidad comunes es parte de la esencia de la política.

La prensa mostró su poder en la política desde la primera década del siglo, en el preludio a la declaración de independencia. El primer periódico en publicarse en el nuevo siglo fue el Correo curioso, económico y mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá, de 1801, dirigido por Jorge Tadeo Lozano, prócer de la independencia ejecutado por los españoles en 1816. Luego vendría, a partir del 27 de agosto de 1810, el Diario político de Santafé de Bogotá, dirigido y redactado por Joaquín Camacho, José María Gutiérrez y Francisco José de Caldas, periódico abiertamente revolucionario. En 1811 aparece La Bagatela, de Antonio Nariño, quien ese mismo año empezó a publicar la Gazeta Ministerial de Cundinamarca, que perduró hasta 1815.

La prensa realmente partidista salió a relucir con todo su furor bajo el gobierno del moderado José Ignacio de Márquez, cuando los liberales Florentino González y Lorenzo María Lleras, quienes habían sido removidos de sus cargos oficiales por el presidente, comenzaron a publicar, en octubre de 1837, el periódico La Bandera Nacional, detrás del cual estaba el general Francisco de Paula Santander, para hacer oposición al gobierno de Márquez. En seguida comenzó a circular una contraparte, El Argos, que contestaba las críticas de La Bandera Nacional y apoyaba al gobierno. Pronto la oposición contó también con otros periódicos, entre ellos La Calavera y El Diablo Cojuelo, y los gobiernistas con El amigo del Pueblo.

El ambiente ya estaba caldeado para las elecciones que debían tener lugar en 1848 para escoger al siguiente presidente. En el bando liberal se propuso la candidatura de José Hilario López, entonces vicepresidente del Senado. Los conservadores se lanzaron a la contienda divididos, con José Joaquín Gori y Rufino Cuervo como candidatos. No fue un período electoral más, pues los propios partidos tradicionales de Colombia consideran que fue ese el momento de su fundación, y en ese proceso la prensa tuvo papel significativo. Como parte de la campaña liberal, Ezequiel Rojas, vicepresidente de la Cámara de Representantes, publicó el 16 de junio de 1848 un artículo en El Aviso de Bogotá titulado “La razón de mi voto”, apoyando la candidatura de López. Es este el documento que el partido liberal considera como el primero en que se expuso su plataforma doctrinaria. Los conservadores tardaron un poco más en publicar su “manifiesto”, y lo hicieron en un artículo de Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro aparecido el 4 de octubre de 1849 en el periódico La Civilización, fundado por ellos en ese año, y titulado simplemente “Programa conservador de 1849”.

Triunfaron los liberales y salió elegido José Hilario López como presidente. Desde el principio fue claro que los partidos políticos estaban en pleno vigor, y cada una de las reformas que impulsó López fue objeto de acaloradas discusiones en el Congreso y por la prensa, que afianzaba cada vez más su influencia. Los conservadores comenzaron a hacer oposición en los periódicos La Civilización y El Día, este último fundado en 1841 y dirigido a partir de 1849 por Mariano y Pastor Ospina Rodríguez; allí se dio a los liberales el nombre de “rojos”, a la usanza francesa del momento, y se hizo activa oposición al gobierno de López. Los liberales contaban con El Neo-Granadino y El Siglo, dirigido por Julio Arboleda y Florentino González y fundado en 1849.

La Constitución de 1851 consagró la libertad absoluta de imprenta, derecho que se mantuvo luego de la revolución de 1854 encabezada por el general José María Melo. Con el triunfo de Manuel María Mallarino en las elecciones que se verificaron luego de la revolución, los conservadores en el poder mantuvieron incólume ese derecho. En ese momento los establecimientos tipográficos de la capital no daban abasto para imprimir toda clase de hojas sueltas, folletos, carteles y periódicos, En 1855, en una ciudad que tal vez no llegaba a los 40.000 habitantes, en su mayoría analfabetas, circulaban en Bogotá 13 periódicos, diez de ellos fundados en ese año. Los más conspicuos eran El Tiempo, fundado y dirigido por José María Samper, para que fuera “un periódico político, literario y noticioso, esencialmente doctrinario e independiente, que sirviese de órgano al honrado radicalismo que tan ingenuamente profesaba yo entonces”, y El Porvenir, fundado por José Joaquín Ortiz para que “hiciera frente a El Tiempo y defendiera los más caros intereses de la sociedad y de la familia, atacados furiosamente por los secuaces de la escuela llamada radical o gólgota”.

La libertad de prensa no siempre se reconocía, incluso en los períodos más liberales. Pero las cosas llegaron a un extremo insostenible -especialmente para los liberales-, bajo el régimen de la Regeneración, antes de finalizar el siglo. Para Miguel Antonio Caro, quien para muchos fue el verdadero autor de la Constitución de 1886, o por lo menos su inspirador más importante, lo que había reinado en la época radical era una “libertad liberal”, que definió como el “sistema político que, por no distinguir en el orden moral y dogmático lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, concede al bien y al mal, a la verdad y al error, unos mismos derechos sociales”. Y aunque la Constitución de 1886 fue mucho más detallada y sistemática que todas las anteriores en cuanto a los derechos civiles y las garantías sociales y, paradójicamente, reconoció mayor número de ellos que las de 1853 y 1863. fue mucho más restrictiva que estas en cuanto a los derechos que forman lo que Caro llamó “libertad política”. La imprenta, o “prensa”, sería libre en tiempos de paz, pero “responsable, con arreglo a las leyes”, y como no había ley de imprenta, un artículo transitorio estableció que, mientras se expedía, el gobierno quedaba “facultado para prevenir y reprimir los abusos de la prensa”.

Caro realmente hizo valer los amplios poderes con que la Constitución invistió al Ejecutivo y no sólo buscó ejercer total control del poder nacional y regional, sino que reprimió a la prensa de oposición y a cualquier manifestación que juzgara peligrosa para su gobierno. La cara menos amable de la Regeneración se había mostrado ya desde 1888, con la célebre “ley de los caballos”, que otorgaba al presidente amplias facultades judiciales para prevenir y reprimir los delitos contra el Estado. Llamada así porque se dictó luego de la matanza de unas mulas en Palmira, que el gobierno interpretó como parte de un siniestro plan liberal, se complementó con un decreto que ordenaba aplicar el Código Penal para reprimir los delitos de las publicaciones “subversivas” u “ofensivas”. El expresidente radical Santiago Pérez, a cargo del periódico El Relator, vocero del liberalismo, se quejó de la censura previa y las frecuentes rectificaciones oficiales. El presidente, Carlos Holguín, inició un debate con Pérez al que puso fin el vicepresidente Caro a principios de agosto de 1893, cuando ordenó el destierro de Pérez y el cierre de El Relator sobre la base de una falsa imputación. Caro era hijo de José Eusebio Caro, poeta conservador, pero claramente don Miguel Antonio no era conservador. Era ultraconservador, hasta el punto de haber intentado formar en 1871 un “partido católico”, cuyo programa publicó en su periódico El Tradicionista, fundado por él en ese año. Su crítica al conservatismo se basaba en su parecer de que lo que había que conservar en Colombia eran las tradiciones y principios católicos, y eso, según él, no lo estaba haciendo aquel partido.

En el mundo de la prensa especializada en temas distintos a la política, los periódicos más leídos fueron sin duda los literarios, promovidos por personajes como José Joaquín Ortiz (1814-1892), gran promotor de las letras colombianas con sus periódicos La Estrella Nacional (1836), primer órgano literario neogranadino, El Porvenir (1855-1861) y La Caridad o Correo de las Aldeas (1864-1887). El cuadro general de la literatura colombiana de entonces era una miscelánea de diatribas políticas, poemas románticos, ensayos científicos y “cuadros de costumbres”, reunidos a partir de 1858 en una publicación que se llamó, muy adecuadamente, El Mosaico. Fundado en 1858 por Eugenio Díaz Castro y José María Vergara y Vergara, se basaba en la reflexión de que los periódicos políticos y religiosos debían “encarrilar a la opinión pública, iluminar las sociedades”, pero a El Mosaico les correspondía “trabajar con ahínco por hacer conocer el suelo donde recibimos la vida, y donde seguirán viviendo nuestros hijos”. Por ello se le puso como subtítulo “Miscelánea de literatura, ciencias y música”. El Mosaico tomó su nombre de una tertulia literaria cuyo clima festivo e informal servía de fachada a toda una institución literaria.

Aunque en efecto presentó algunos artículos sobre diversos campos científicos, la ciencia no era el fuerte de El Mosaico. En este campo sin duda la publicación más destacada del siglo XIX fue el Semanario del Nuevo Reino de Granada, dirigido por Francisco José de Caldas y cuya primera aparición se verificó en enero de 1808. Caldas convocó a "los hombres de luces" del reino para que contribuyeran con sus conocimientos, difundidos en las páginas del Semanario, a llevar a cabo "la grande obra de manifestar lo que es el Virreinato de Santafé de Bogotá en todas sus partes". Los hombres de luces del reino en efecto respondieron, convirtiéndose el Semanario en una miscelánea colección de escritos sobre temas científicos y económicos, con artículos tan diversos como la "Memoria sobre las serpientes" y la traducción de una versión del “Ensayo sobre la geografía de las plantas” de Humboldt, escritos por Jorge Tadeo Lozano, el "Resumen de las quinas que se han extraído del puerto de Cartagena por otros de América y Europa en el discurso de los seis últimos años" de Eloy Valenzuela, y las "Observaciones sobre el mal cultivo del trigo", de Juan Agustín de la Parra.

¿Quiénes leían estos periódicos? Probablemente no muchas personas, a juzgar por los niveles de analfabetismo, que para principios de siglo se calculaba en 90%, y para sus años finales en 58%. Como correspondía a un país con muy escasos lectores, nadie vivió de las letras en Colombia. Algunos escritores fueron comerciantes, unos pocos tuvieron haciendas heredadas de su familia, y hubo hasta cerveceros, como Rufino José Cuervo. El periodismo fue la ocupación más corriente entre los escritores, y de esto provino tanto la insistencia en considerarlo como género literario, como la fama de alta calidad que ganó entonces la prensa colombiana. Y hay una evidente relación entre el periodismo y la segunda ocupación más común de los escritores: la política. No es por simple capricho que los primeros que se mencionan en las historias de la literatura colombiana desde el siglo XIX son Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander, Camilo Torres, Antonio Nariño, etc. Con muy contadas excepciones, como el costumbrista Eugenio Díaz, los escritores fueron senadores, representantes a la cámara, diputados, funcionarios públicos (probablemente los decretos y las leyes también sean un género literario en Colombia), y desde luego es relativamente grande la lista de presidentes escritores: Santiago Pérez, Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro y José Manuel Marroquín.

Los periódicos se vendían en los propios establecimientos de imprenta o en distintos locales de comercio, pero también existían expendedores individuales tanto en el campo como en la ciudad. Un dibujo de Ramón Torres Méndez que conserva el Museo Nacional muestra a un “vendedor de periódicos” montado a caballo y provisto de ruana y zamarros anunciando su producto y probablemente promocionando sus contenidos. Y un grabado del Papel Periódico Ilustrado, de 1884, muestra a un niño “bola-botín” o embolador bogotano, llamado Lucrecio Chaves, que hacía su recorrido desde el atrio de la Catedral a la plazuela de San Francisco gritando a voz en cuello: “¡La Reforma, número 468, acaba de salir, el güen periódico noticioso, y no cuesta sino 5 centavos el ejemplar!

En un país tan pobre como Colombia en el siglo XIX imprimir periódicos y conseguir un número de suscriptores adecuado para sostenerse, eran labores titánicas. Las prensas, las cajas de letras, las tintas y los papeles debían importarse, pues no los producía la industria nacional, excepto quizás por lo acontecido en la década de 1830, cuando Bogotá vivió un conato de revolución industrial. En 1832 se abrió en la ciudad una fábrica de loza y en 1834 una de papel y una de vidrio, coronándose todo con una fábrica de tejidos de algodón, inaugurada en 1837. Al principio todo parecía marchar bien. Un día de enero de 1839 el periódico gobiernista El Argos anunció que ese número estaba impreso totalmente en papel producido por la fábrica bogotana y pidió al gobierno que siguiera el ejemplo imprimiendo también la Gaceta Oficial y adquiriendo en la fábrica todo su papel sellado. Entonces vino el desastre. La fábrica de vidrio cerró en 1839 por falta de recursos financieros y materias primas para la producción, la de papel en 1840 por las mismas razones, y la de tejidos de algodón en 1845, por falta de dinero para funcionar.

Con todo y su penuria, la prensa colombiana mostró logros importantes, incluso sorprendentes, en cuanto a calidad editorial. El más notable fue, por supuesto, el Papel Periódico Ilustrado, fundado y dirigido por Alberto Urdaneta. Miembro de una aristocrática familia de Bogotá, había recibido en su juventud lecciones de dibujo y pintura. Luego de tomar parte del lado conservador en la guerra de 1876, en la cual alcanzó el grado de general, hizo su segundo viaje a Europa, desterrado, y estudió pintura en París con Jean-Louis-Ernest Meissonier. Participó también en empresas periodísticas y conoció a un grabador español que publicaba en Monde Ilustré, Antonio Rodríguez, con quien regresó a Colombia en 1880. Poco después de su llegada se suscribió contrato con el gobierno para que Rodríguez comenzara a dar clases en la Universidad Nacional y en 1881 inició la publicación del Papel Periódico Ilustrado, pionero en América Latina en su género. Aparte de artículos sobre ciencias y artes, biografías y cuadros de costumbres, fue el más importante vehículo de difusión en el país de las “bellas artes” en el siglo XIX, ilustrado como estaba con retratos, tipos populares, vistas y reproducciones grabadas por Rodríguez y sus estudiantes.

Véase también

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Créditos

  • Efraín Sánchez, Historiador e investigador. 2022