Culminada la guerra de Independencia, Colombia enfrentaba, por sí sola, el enorme reto de sostenerse como nación autónoma y ya sin la tutela de un poder metropolitano. ¿En qué situación se encontraba el país para enfrentar semejante desafío?

En la época nadie dudaba de la existencia de ingentes riquezas naturales inexplotadas y del excelente potencial de la Nueva Granada para el comercio mundial, particularmente resaltados por Francisco José de Caldas en el primer artículo del Semanario del Nuevo Reino de Granada, publicado en enero de 1808. Allí Caldas había sintetizado la ilusión que sirvió de acicate a los granadinos a lo largo del siglo XIX: “Convengamos: nada hay mejor situado en el viejo ni en el nuevo Mundo que la Nueva Granada”.

La ilusión de los recursos naturales infinitos

No obstante esa ilusión, treinta años después de la Independencia la situación era la misma que había observado en 1789 Francisco Silvestre: un país “de los más pobres de América, al mismo tiempo que es el más rico”. El viajero francés Gaspard Mollien captó esta paradoja en su viaje de 1823, al describir al de la Nueva Granada como el caso de un país de “pobres sentados en medio de la abundancia”.

El problema central en torno a la idea de los recursos naturales era que no se sabía con precisión dónde se encontraban y cuál era su magnitud real. En parte para responder a estas preguntas se organizó a mediados de siglo la Comisión Corográfica, el primer estudio geográfico sistemático del país. Debe admitirse, no obstante, que la ilusión que representaban los recursos naturales estaba -al menos parcialmente- sustentada en las riquezas auríferas, pues en la primera década del siglo XIX Colombia aportaba más de la cuarta parte de la producción mundial de oro.

La minería

Desde el siglo XVIII se había comenzado a producir un cambio importante en la minería del oro, con la crisis de su explotación en las regiones del Cauca y el Chocó, principales productoras durante la colonia, crisis que se acentuó como consecuencia de las guerras de independencia y la abolición de la esclavitud. Antioquia, donde la explotación la hacían pequeños mineros desde tiempos coloniales, se convirtió en el principal centro aurífero. Esto tuvo notables consecuencias para la economía del país, pues la acumulación de capital por parte de los antioqueños les permitió financiar las empresas de colonización hacia la zona que luego iría a constituir el eje de la producción cafetera, y convertirse en empresarios agrícolas e industriales. La independencia, por lo demás, fue el requisito indispensable para que comenzara a llegar al país inversión extranjera en el campo de la minería, particularmente británica. La Colombian Mining Association, con sede en Londres, tuvo prominente figuración a partir de la primera década de vida independiente.

La minería sin duda era una actividad muy beneficiosa para las rentas del gobierno, para la balanza comercial del país, y sobre todo para los propietarios de las explotaciones y los comerciantes del metal, pero demandaba muy poca mano de obra. Por amplio margen, las principales ocupaciones en la Nueva Granada desde los tiempos coloniales eran la agricultura y las manufacturas, que en realidad no alcanzaban un nivel muy superior al de las simples artesanías.

Artesanías

Todas las regiones de la Nueva Granada producían artesanías para su propio consumo, y estas eran su segundo renglón de comercio después de los productos agrícolas. En todas partes se producían telas bastas de algodón y artículos de cuero, y cada región tenía sus productos propios. Un viajero describe a los pastusos como un pueblo “sumamente laborioso y activo” que manufacturaba “buenas ruanas de lana, sombreros de fieltro y de paja, platos, platones, vasos y utensilios de toda clase, pintados y barnizados con distintos colores”, que se vendían en los mercados de Ecuador y Popayán. Los pueblos de la cordillera nororiental producían sombreros que llegaban incluso hasta la provincia de Antioquia y más allá, además de las ubicuas telas, y en algunas partes loza vidriada, jabón, velas, pieles curtidas, ruanas, sobrecamas, toallas, pellones de cerda, zapatos, alpargatas, zamarros, y algunos productos de hierro. Sólo en el distrito de San Gil había 16 herrerías en 1850, que fabricaban “herramientas de agricultura, machetes, clavazón, frenos y obras de cerrajería en que emplean al año cerca de 200 quintales de hierro llevado de las minas de Pacho”, aparte de 70 trapiches “buenos y medianos”, que producían al año 40.000 cargas de panela y 1.500 cántaras de aguardiente de caña, según descripción de Manuel Ancízar.

Sin embargo, por esenciales que fueran las artesanías en la economía del pueblo, nunca llegaron a ser un sector de gran impacto en la economía oficial. Jamás hubo inversión extranjera en el ramo de las ruanas y las alpargatas, su comercio era en extremo difícil por la falta de caminos, probablemente representaban un monto exiguo en los ingresos del gobierno por concepto de impuestos, y aunque el mercado evidentemente era inmenso, era tan pobre que no generó grandes fortunas ni innovaciones industriales.

Los textiles, principal ramo de la producción artesanal durante la colonia, sufrieron el embate de los tejidos procedentes de Inglaterra, más baratos y de mejor calidad. Las telas e hilos constituyeron el primer renglón de las importaciones de Colombia durante la mayor parte del siglo XIX, llegando a representar en algunos momentos cuatro quintas partes del total de bienes importados. A mediados de la década de 1830 Bogotá tenía 60 sastrerías, que en su mayoría fabricaban vestidos con telas importadas, y en sus tiendas mayores se vendían principalmente artículos ultramarinos, especialmente paños, ropa blanca, vestidos hechos y zapatos de cuero. Seguramente sus clientes eran las personas de mayores ingresos, pero no se crea que los pobres tenían vedado el lujo de vestirse con muselinas y otras finuras europeas, gracias al contrabando. Y aún en el comercio legal, los textiles, principalmente ingleses, no tardaron en venderse a precios más bajos que las telas burdas del país. Sin embargo, los tejedores de Santander, Boyacá y Nariño continuaron sin embargo surtiendo el mercado de los pobres, y en 1860 Salvador Camacho Roldán calculaba que vestían a cerca de un millón de colombianos, es decir, cubrían alrededor del 40% del mercado nacional. Sin embargo, las telas inglesas conquistaron también buena parte de este segmento y para fines de siglo se estima que el porcentaje mencionado se había reducido al 20%.

En este contexto de economía de pobres, Colombia tuvo su primera revolución industrial. Bueno, al menos un pronunciamiento, como se llamaba a las sublevaciones que no alcanzaban a ser revoluciones. Comenzó en Bogotá en la década de 1830 y alcanzó a durar… hasta la década de 1830, aunque con algunas supervivencias y antecedentes. Ya existían en la ciudad una fábrica de cerveza desde comienzos de siglo y aún supervivía una fábrica de pólvora que databa de los tiempos coloniales. En 1823 se inauguró en Pacho, a unos cien kilómetros de Bogotá, una industria de hierro (la Ferrería de Pacho), donde se producían objetos elaborados como yunques, herramientas agrícolas, clavos, balcones y hasta pisones de molino para la minería. Fue el anuncio de grandes cosas por venir. En 1832 se abrió en la ciudad una fábrica de loza y en 1834 una de papel y una de vidrio, coronándose todo con una fábrica de tejidos de algodón, inaugurada en 1837.

Al principio todo parecía marchar bien. En 1838 el General Pedro Alcántara Herrán trajo a Bogotá maquinaria para la fábrica de tejidos, y un día de enero de 1839 el periódico gobiernista El Argos anunció que ese número estaba impreso totalmente en papel producido por la fábrica bogotana. Pidió al gobierno que siguiera el ejemplo imprimiendo también la Gaceta Oficial y adquiriendo en la fábrica todo su papel sellado. Entonces comenzó el desastre. La fábrica de vidrio cerró en 1839 por falta de recursos financieros y materias primas para la producción, la de papel en 1840 por las mismas razones, y la de tejidos de algodón en 1845, por falta de dinero para funcionar. La fábrica de loza alcanzó a durar varios decenios y la Ferrería de Pacho casi hasta fines de siglo. No obstante las “exposiciones industriales” de 1841 y 1843, la industria bogotana tardaría tiempo en empezar de nuevo.

La agricultura

Gran parte de la mano de obra, probablemente más de la mitad durante todo el siglo, se dedicaba a la agricultura. Suele darse por sentado que en la primera mitad del siglo XIX la Nueva Granada era un país eminentemente agrícola, lo cual resulta curioso y paradójico, porque entre las fuentes de ingresos del gobierno las de origen agrícola eran las menos importantes, las escasas exportaciones casi no incluían productos agrícolas y a los labriegos la agricultura rara vez les dejaba suficiente para vivir.

Eran múltiples los factores que obstaculizaban el desarrollo de una agricultura eficiente y apta para las necesidades del país. Uno de ellos era la pequeñez del territorio agrícola. Hoy se dedica a la agricultura y a la ganadería el 30% del territorio nacional. No sabemos cuál era la proporción del país agrícola y ganadero antes de 1850, pero debió ser mucho menor pues han transcurrido 170 años de colonización. En verdad, la mayor parte del territorio eran tierras baldías, terrenos sin cultivar y sin propietario particular y por lo tanto pertenecientes al Estado. De la tierra agrícola y ganadera, sólo una sexta parte se utiliza hoy en agricultura. Otro factor, sin duda decisivo, era la concentración de la tierra agrícola en pocas manos. Desde antes de la Independencia, la mayor parte de las tierras agrícolas y ganaderas pertenecía a un puñado de grandes hacendados en todas las regiones, incluida la cordillera nororiental y algunas partes del Cauca y el altiplano de Nariño, donde estaba la mayoría de pequeños propietarios y de resguardos indígenas. La proporción de tierra perteneciente a los pequeños propietarios agrícolas era en verdad ínfima. Un factor más, ciertamente importante en el período de la independencia y después fue la crisis de las haciendas coloniales. La caída en el número de esclavos en el alto Cauca y la costa Caribe, los “secuestros” o extracción de ganados, esclavos y alimentos para los ejércitos de la guerra de Independencia –y de todas las guerras posteriores-, los impuestos con que se gravó a las propiedades y el abandono de las tierras por parte de grandes propietarios llevaron a las haciendas a la decadencia. Aunque muchos hacendados hicieron esfuerzos por recuperarse en las primeras décadas republicanas, incluso estos eran renuentes a sembrar los productos básicos de consumo (papas en las tierras altas, plátano y yuca en las tierras templadas y maíz en todas partes). Sin embargo, permitían estos cultivos por parte de campesinos pobres mediante diversos tipos de contrato, entre ellos el arrendamiento y la aparcería.

Gran parte de la actividad agrícola de la época estaba dedicada al autoconsumo, y constituía la base de la subsistencia de una extensa proporción de los campesinos minifundistas, los arrendatarios y los colonos. Yuca, maíz, plátano, papa, hortalizas, gallinas y pescado constituían la dieta básica del campesino medio, con variaciones regionales. El consumo de carne de res se limitaba principalmente a los sectores urbanos de mayores ingresos. Un nivel algo más elevado que este en la actividad agrícola era el destinado a los mercados locales y regionales. Como en la época colonial, la mayor parte de la producción agrícola de este tipo –hasta donde permiten concluir los escasos datos existentes- la realizaban campesinos pobres en pequeñas estancias. Ellos mismos las llevaban a los mercados de los pueblos y ciudades vecinos, donde se convertían en vendedores en las plazas o las distribuían en pequeñas tiendas. Se incluyen entre los productos propios de este nivel los mismos de la producción agrícola de autoconsumo y otros más específicamente destinados al mercado como las frutas y la caña de azúcar, base de la producción de guarapo y aguardiente. Tendrían que transcurrir casi cuarenta años desde la independencia para el surgimiento de la agricultura destinada a la exportación, que así mismo cubría el mercado interno de ciertos bienes de consumo. El primer producto de este tipo, y sin duda el más importante durante el siglo XIX, fue el tabaco, cuyo cultivo se extendió a partir de la supresión en 1850 del estanco que databa de tiempos coloniales y que limitaba la cantidad y localización de las siembras. Otros productos fueron la quina, el añil y el algodón, estos últimos de impacto menor y circunscrito en el tiempo, y finalmente el café, que comenzó a figurar con algún peso en las exportaciones de Colombia a partir de 1865. La producción de todos estos artículos estaba sujeta a apogeos y caídas determinadas por el mercado externo. Así, el tabaco tuvo su mayor auge entre 1850 y 1877, la quina entre 1854 y 1881y el añil entre 1870 y 1873. Aunque la mayor parte de la producción de estos artículos de consumo se llevaba a cabo en las grandes haciendas, muchos campesinos pobres los cultivaban también en pequeña escala, particularmente el tabaco, lo cual contribuyó al establecimiento del cultivo del café.

Las deudas

Las guerras de independencia y la formación inicial de la nueva nación en el período grancolombiano se financiaron principalmente con empréstitos, cuyo principal defecto era que había que pagarlos. El problema obvio era que no había con qué hacerlo. Mientras pensaba en una solución, el gobierno de Francisco de Paula Santander adelantó los primeros pasos para resolver el asunto más urgente: definir cuánto de dicha deuda correspondía a cada uno de los países de la antigua Colombia. El 23 de diciembre de 1834 se firmó una Convención entre Venezuela, Colombia y Ecuador para este efecto, dividiendo la deuda según la población de cada uno de los tres países. Le correspondió a la Nueva Granada el 50%, a Venezuela el 28,5% y a Ecuador el 21,5%. La deuda total de los tres países ascendía, según se calculó entonces, a cerca de $ 103.400.000 y por lo tanto el saldo para el país era de $51.700.000. ¿Qué significaba esta cifra? En un año promedio, digamos 1839, todos los ingresos del gobierno nacional sumaron $2.366.000. Por lo tanto, la deuda era 22 veces mayor que las entradas oficiales en un año. Si por un milagro se le hubieran perdonado a la Nueva Granada los intereses y el país se hubiera dedicado a pagar utilizando todo lo que ingresaba por concepto del estanco del tabaco, que llegaba en un buen año a $ 290.000, se habría podido cancelar la deuda en… 178 años.

Por desgracia, no se le perdonaron a la Nueva Granada los intereses, que llegaban en promedio a $100.000 al año. Además, en tiempos de guerra, como la de los Supremos, a principios de la década de 1840, los gastos militares debían cubrirse de algún modo, y la única posibilidad que había era pedir prestado, no en el exterior, pues se le había suspendido el crédito, sino en el interior. Dicha guerra generó una deuda nueva de $ 2.300.000. Ante tamaño problema se propusieron algunas soluciones desesperadas, pero ninguna tanto como la ideada por el gobierno en 1842, pasada la Guerra de los Supremos. Se suscribiría un contrato con Powles, Illingworth y compañía, empresa británica agente de los tenedores de bonos de la deuda con ese país, por el cual la Nueva Granada se comprometía a hipotecar “los productos líquidos de la renta de Aduanas y de Tabaco, y a no disponer de ninguna manera el gobierno de lo producido en cada semestre, sino después de haber hecho los pagos respectivos a los acreedores”. Se llegó a pedir que el gobierno de Su Majestad Británica prestara su ayuda, incluso utilizando buques de guerra, “para impedir que las rentas hipotecadas sean ocupadas o consumidas por la fuerza en las Provincias litorales” (es decir, en caso de revolución). El gobierno británico no accedió.

Al menos uno de los avances de la primera mitad del siglo XIX que usualmente se atribuye a Mosquera en realidad corresponde a su antecesor, Pedro Alcántara Herrán: la renegociación de la deuda externa. Poco se había adelantado desde el desesperado intento de 1842 de empeñar con los británicos las rentas de aduanas y tabaco, pero un mes y medio antes de terminar el período de Herrán, el 15 de enero de 1845, se firmó en Bogotá un contrato entre el gobierno y la firma Powles, Illingorth, Wilson y Compañía, en representación de los acreedores, por el cual la Nueva Granada reconocía la deuda, se fijaban intereses y el modo de cubrirlos y se convenía la capitalización de los intereses vencidos. Por primera vez se establecía un sistema de pago acorde con la capacidad económica de la nación. Lo que hizo Mosquera fue aprobarlo, lo cual se verificó el 15 de junio de ese mismo año.

Un siglo de conflictos y pobreza

Las limitaciones y los inmensos obstáculos que impedían la formación de una economía estable durante el primer siglo republicano ciertamente constituyeron el combustible para los conflictos y las guerras civiles que caracterizaron al siglo XIX colombiano. Una parte importante de las discusiones y de los desacuerdos entre los partidos tuvieron que ver con asuntos económicos tan decisivos como el sistema económico que debía adoptarse para salir de la postración en que se encontraba el país (proteccionismo o libre cambio), las fuentes de ingresos para el gobierno (impuestos directos o indirectos, aduanas). Pero por lo menos hasta la consolidación del cultivo y las exportaciones de café, a principios del siglo XX, Colombia siguió siendo uno de los países más pobres del Nuevo Mundo.


Véase también


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Créditos

Efraín Sánchez, historiador e investigador. 2020