La guerra de los mil días
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Militares colombianos en banquete, hacia 1899. Tomada de: Wikipedia
Datos generales


En enero de 1896, un año después de la guerra que azotó al país en el año anterior, los conservadores de la facción que se hacía llamar de los “históricos”, menos intransigentes que la facción, también conservadora, de los “nacionales”, formalizaron su desacuerdo con el gobierno de Miguel Antonio Caro mediante un artículo de Carlos Martínez Silva titulado “Motivos de la Disidencia”, que no eran pocos: demasiado poder presidencial, los abusos del papel moneda, la exclusión del partido liberal, el estado de sitio permanente y la censura de prensa, entre los más importantes. Los liberales, por su parte, no sólo tenían motivos para disentir del gobierno de Caro y de la Regeneración, sino que la derrota en la guerra de 1895 parece haber redoblado los ánimos de la facción beligerante. Las cosas llegaron a un punto explosivo luego de la elección presidencial de 1897.

Antecedentes inmediatos de la guerra

Con el respaldo de los nacionales, en las elecciones de 1897 el presidente saliente, Caro, quien galantemente había renunciado a sus aspiraciones de reelección –que eran totalmente inconstitucionales- impuso su propio candidato, Manuel Antonio Sanclemente, con José Manuel Marroquín como vicepresidente. En un país donde la esperanza de vida era de 37 años, la edad del nuevo presidente era un detalle para tener en cuenta (84 años), así como la de su vicepresidente (70 años). Los liberales –y también los conservadores, y hasta el propio Caro- sospechaban que, con la fragilidad de los venerables gobernantes, quien iba a mandar detrás de escena era Caro. Se equivocaron, al menos al principio. Sanclemente debía posesionarse el 7 de agosto de 1898, pero su estado de salud se lo impidió y debió tomar su lugar el vicepresidente Marroquín. Para sorpresa de todos, Marroquín manifestó su apoyo a las reformas que tanto ansiaban los históricos y los liberales, entre ellas la derogatoria de las facultades extraordinarias del presidente, la adopción de la esperada y nunca llegada ley de prensa, y la reforma del sistema electoral. Alarmados, los nacionales urgieron a Sanclemente a salir de su refugio y venir a hacerse cargo de su presidencia.

El 3 de noviembre se posesionó por fin Sanclemente en medio de un tumulto popular que lo obligó a hacerlo ante la Corte Suprema de Justicia y no ante el Congreso. Por su estado de salud, buscó la suavidad del clima de algunos pueblos de tierra templada, primero Anapoima, luego Tena y finalmente Villeta. Desde allí trató de gobernar a una nación que se aproximaba a la guerra, mientras en Bogotá se desataba la corrupción. Siempre se ha dicho que en realidad gobernaba un grupo de sus colaboradores, que tenían un sello de caucho vulcanizado con su firma para todo lo referente a contratos y otros documentos.

De sangre y llanto un río: La Guerra de los Mil Días

Sin participación alguna en el gobierno y sin representación –entre 1888 y 1904 tuvieron solo dos representantes a la Cámara y ningún senador-, los liberales no vieron otro camino que las armas. Los pacifistas de Aquileo Parra ya no pudieron contener a los que ahora se llamaban “autonomistas”, por el nombre de un periódico dirigido por Rafael Uribe Uribe y que predicaba la necesidad de la guerra. El 18 de octubre de 1899 se produjo en Santander el pronunciamiento que desencadenó las hostilidades.

La guerra de los Mil Días tuvo dos fases principales. En la primera, que tuvo una duración de siete meses y culminó en la batalla de Palonegro, los liberales enfrentaron a las fuerzas del gobierno con lo que podría llamarse “ejércitos regulares”. La segunda fue más una guerra de guerrillas, y por esa razón se prolongó cinco veces más que la primera. Las confrontaciones más intensas –y célebres- tuvieron lugar en Santander, pero la guerra afectó a todos los departamentos. A medida que el conflicto se fue extendiendo, los ejércitos revolucionarios se fueron organizando bajo una línea de mando en cuya cima estaba un Director General de la Guerra, Gabriel Vargas Santos, y un Subdirector General, el doctor Foción Soto. Luego se establecieron Direcciones Generales regionales, con sus respectivos dignatarios, incluidos secretarios de Hacienda y de Guerra. Esto sugiere una organización mucho mayor de la que en realidad tuvieron los revolucionarios, si se tiene en cuenta que la mayor parte de los combates estuvo a cargo de guerrillas sobre las cuales los directores y subdirectores tenían escaso control.

Las operaciones bélicas “formales” se iniciaron el 28 de octubre de 1899 en Piedecuesta, con total derrota liberal. Un triunfo posterior en el mismo sitio los persuadió de que podían ponerle sitio a Bucaramanga, lo cual hicieron entre el 12 y el 13 de noviembre con funestos resultados. Simultáneamente perdían la flotilla que habían logrado armar en el río Magdalena y la guerra parecía perdida cuando apenas comenzaba. Sin embargo, entre el 15 y el 16 de diciembre, bajo el mando de Rafael Uribe Uribe, obtuvieron una notable victoria en el río Peralonso contra un ejército que los triplicaba en efectivos y estaba mucho mejor armado. Esta batalla habría podido decidir la guerra en favor de los liberales si Uribe hubiera optado por seguir hasta la capital. Pero no lo hizo y retrocedió a Cúcuta, donde permaneció más de tres meses esperando pertrechos del exterior que nunca llegaron. Al intentar movilizarse, los cerca de 8.000 soldados comandados por Uribe y el General Vargas Santos fueron interceptados en Palonegro, cerca de Bucaramanga, por un ejército gubernamental que se calcula en 18.000 hombres bajo el mando del General Próspero Pinzón. La batalla, la más larga y sangrienta en la historia colombiana, duró 16 días, del 11 al 26 de mayo de 1900 y terminó con la derrota de los revolucionarios. Algunos calculan en 1.500 el número de muertos liberales y 1.000 entre las fuerzas del gobierno, con un número de heridos que puede aproximarse a 8.000 en ambos bandos.

El golpe de Marroquín y esperanzas de paz

Mientras los liberales perdían en Palonegro, se fraguaba en Bogotá una de las conspiraciones más singulares de la historia colombiana. Un grupo de conservadores históricos, 31 para ser precisos, concibió y llevó a cabo el plan de derrocar al anciano presidente Sanclemente e instalar en su lugar al vicepresidente, José Manuel Marroquín. Entre los confabulados estaban Carlos Martínez Silva, Guillermo Quintero Calderón y los futuros presidentes José Vicente Concha y Miguel Abadía Méndez. Se hicieron arreglos con el jefe liberal Aquileo Parra para que se estableciera la paz en condiciones honrosas para su partido y se procedió a dar el golpe, que tuvo lugar el 31 de julio de 1900.

La guerra Continúa

Todo parecía haber quedado arreglado para obtener la paz. Marroquín habría podido sacar adelante las reformas que respaldó en los casi tres meses que estuvo en el poder al iniciarse el período de Sanclemente, y que de haberse aprobado tal vez la guerra ni siquiera habría comenzado. Pero no, este ya era otro Marroquín, más del estilo de Caro y menos dispuesto a transigir. Incumplió el acuerdo con los liberales y se reanudó la guerra con mayor barbarie. Ahora sin ejército “regular” liberal, el papel protagónico correspondió a las guerrillas. Tenían menos fusiles y más machetes, en el uso de los cuales eran verdaderos maestros jefes guerrilleros como los célebres Ramón Marín y Tulio Barón. El tenebroso Panóptico de Bogotá, aún en construcción, tuvo que acondicionarse para alojar a la gran cantidad de prisioneros que llegaban todos los días, sin muchas esperanzas de salir indemnes. Era un verdadero museo de los horrores, convertido en 1947 en Museo Nacional.

Las guerrillas liberales fueron especialmente activas desde fines de 1900 en el Tolima, Cundinamarca, Cauca y en toda la costa Caribe, incluido el istmo de Panamá. Se rumoraba que tenían apoyo internacional, especialmente de los gobiernos de Cipriano Castro en Venezuela, Eloy Alfaro en Ecuador y José Santos Zelaya en Nicaragua, rumores no del todo infundados pues aquellos gobiernos tenían vínculos con el liberalismo colombiano y se sabe que permitieron el paso de combatientes y armas por su territorio, e incluso dieron amparo a algunos revolucionarios. Pero estos fueron recursos con los que no siempre podían contar los liberales, ya fuera por cambios en los gobiernos, o por obstáculos que a veces ponían los propios liberales.

La Dirección General de la Guerra, sin embargo, continuaba en manos de los jefes. El General Uribe Uribe tenía el mando de las fuerzas revolucionarias de los departamentos de Bolívar y Magdalena, Foción Soto mandaba en Santander y el General Benjamín Herrera estaba a cargo del Cauca y Panamá. Durante 1901 y los primeros meses de 1902 las fuerzas de Uribe sufrieron derrota tras derrota a manos de las del gobierno, y en el interior sólo parecía tener éxito el “Negro” Marín con sus guerrilleros del Tolima. En Panamá, sin embargo, las cosas eran a otro precio. Con una población que según un cónsul británico era liberal en un 80 por ciento, las guerrillas liberales fueron tan exitosas en el Istmo en 1901 que el gobierno del departamento tuvo que aceptar el desembarco de marines norteamericanos para garantizar el tránsito interoceánico. Pero el 24 de diciembre desembarcó en Tonosí una fuerza invasora de 1.500 efectivos comandada por Benjamín Herrera, que llegó a poner en vilo la seguridad del ferrocarril y de sus ciudades terminales, ante lo cual la solicitud a los estadounidenses la hizo ahora el presidente Marroquín. Con pedido o sin él, aquellos estaban listos a enviar buques para proteger sus intereses, y en septiembre de 1902 fondeó en la bahía de Panamá el acorazado USS Wisconsin, al mando del Almirante Silas Casey.

Tratados para atropellar la guerra con la paz

Después de casi tres años desde cuando sonaron los primeros disparos en Santander, la opinión pública estaba harta de la guerra. En cuanto concernía a los liberales pacifistas, hicieron pública su opinión de que había que “atropellar la guerra con la paz”, como escribió Carlos Arturo Torres en su periódico El Nuevo Tiempo. En junio de 1902 hubo manifestaciones en Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla en favor de la paz. El 10 de septiembre depuso las armas el “Negro” Marín, y ante la inutilidad de seguir adelante, el General Uribe Uribe aprobó los términos del primero de los tres tratados que se celebraron entre octubre y noviembre para poner fin a la guerra. Este se celebró el 24 de octubre en una hacienda bananera llamada Neerlandia, situada entre Ciénaga y Aracataca y en él las fuerzas liberales de Magdalena y Bolívar dejaban constancia de que “pudiendo… prolongar la guerra, si desisten de ella es por consideración del interés patrio, y por no ver probabilidades de triunfo para la revolución”.

En Panamá, Herrera recibió la noticia a fines de mes y terminó aceptando la invitación del Almirante Casey para concertar la paz con los conservadores a bordo del Wisconsin. Esto se hizo el 21 de noviembre, entre los generales Víctor M. Salazar y Alfredo Vásquez Cobo de parte del gobierno, y los liberales Lucas Caballero y Eusebio A. Morales en representación de Herrera. El mismo día tuvo lugar la firma del tercer tratado en Chinácota, Santander, entre Ramón González Valencia, de parte del gobierno, y Ricardo Jaramillo y Ricardo Tirado Macías, en representación de Foción Soto, subdirector de la Guerra.

Los tres tratados contenían las estipulaciones de rigor sobre deposición de las armas y disolución de los ejércitos, salvoconductos y amnistías y otras condiciones. Pero en el del Wisconsin, ironía de ironías, el gobierno se comprometía a convocar a elecciones para Congreso, después de lo cual se someterían a su estudio “cuestiones de altísimo interés nacional”, entre ellas “las reformas presentadas al Congreso de 1898 por el señor Vicepresidente de la República”. Era justo lo que debía haberse hecho tres años antes para evitar una guerra en que, según las cifras más conservadoras, murieron cerca de 100.000 personas, o el 2,8% de la población colombiana. Ni pensar en las cifras más liberales.

Véase también

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Créditos

  • Efraín Sánchez, Historiador e investigador. 2020