Las guerras civiles en Colombia durante el siglo XIX

De Enciclopedia | La Red Cultural del Banco de la República
Las guerras civiles en Colombia durante el siglo XIX
Recluta y veterano de infantería (Revolución de 1876). Ramón Torres Méndez, 1876. AP1264. Colección de Arte del Banco de la República
Datos generales


En 1908 el político conservador Jorge Holguín, por breve tiempo presidente de la República, hizo recuento de un total de 28 “calamidades públicas” que sacudieron al país entre 1830 y 1903, entre ellas nueve grandes guerras generales, 14 guerras locales, dos guerras internacionales con Ecuador, dos golpes de cuartel y una conspiración de cuartel, que costaron al país $ 51.900.000 pesos oro. Se calcula que el saldo de muertos por las guerras fue de 150.000, de los cuales cerca de dos terceras partes perecieron en la Guerra de los Mil Días. Es necesario advertir que en las cifras de Holguín no se cuentas las guerras anteriores a 1830, a saber, la guerra de Independencia y los enfrentamientos entre federalistas y centralistas entre 1812 y 1815.

Una mirada general a las confrontaciones armadas de nivel nacional sucedidas a lo largo del siglo XIX, exceptuando la Guerra de los Mil Días, que merece capítulo aparte por sus alcances y consecuencias, ofrece un panorama de un país convulsionado en el primer siglo de su formación como nación independiente.

La rebelión de los Conventos (1839-1840)

Por decreto de 17 de febrero de 1836, bajo la presidencia de Santander, el gobierno ordenó suprimir nada menos que el convento de la Orden de Predicadores de Chiquinquirá, haciendo pasar el edificio, junto con su enorme iglesia, a la administración del clero secular. No se trataba de cualquier iglesia, pues con su imagen de la Virgen del Rosario era el santuario más célebre y venerado de la Nueva Granada. Fácilmente habría podido por este motivo estallar una guerra civil, excomulgarse a Santander y mandárselo de nuevo al exilio o algo peor. Nada de esto sucedió y los numerosos devotos siguieron pagando sus promesas como de costumbre. Pero otra muy distinta fue la reacción de los fieles cuando tres años después, en mayo de 1839, en el gobierno de José Ignacio de Márquez, el Congreso de mayorías moderadas decretó la supresión de los conventos de San Francisco, La Merced, Santo Domingo y San Agustín de Pasto.

Aunque ninguna de estas disposiciones gubernamentales había sido considerada por las altas jerarquías eclesiásticas como ataque contra la religión, en Pasto el presbítero Francisco Villota lanzó desde su púlpito proclamas incendiarias en defensa de la religión y de los conventos de su ciudad y estalló una revuelta que se convirtió en movimiento de milicias. La noticia produjo la consiguiente alarma en Bogotá, y el presidente Márquez ordenó la movilización de tropas hacia el sur bajo el mando del secretario del Interior y Relaciones Exteriores, Pedro Alcántara Herrán. Con 500 soldados, Herrán aplastó el 31 de agosto a una fuerza enemiga que, según le habían dicho, se componía de 1.600 hombres armados incluso con artillería y al día siguiente ocupó a Pasto, indultó a todos los revoltosos e hizo cumplir la orden sobre la supresión de los conventos. Así concluyó la que a veces se llama “Guerra de los Conventos”, en realidad una revuelta local desbaratada por el gobierno con relativa facilidad. El asunto del cierre de los conventos no pasó a mayores, y el 20 de mayo de 1840 el Congreso decretó el restablecimiento de tres de los cuatro suprimidos.

La guerra de los Supremos (1840-1841)

A pesar de la relativa facilidad con que el gobierno puso fin a la revuelta de los conventos, en el fondo se agitaban conflictos que al cabo de pocos meses irían a desencadenar una verdadera guerra en todo el país, esta vez con el pretexto del federalismo. Mientras Herrán derrotaba a los revoltosos y ocupaba Pasto, entró en la escena de los conflictos el General José María Obando. Algunos en Popayán y Bogotá sospechaban que tenía contacto con los rebeldes de Pasto, e incluso llegaron a decir que la revuelta había sido fraguada por los liberales para derrocar al gobierno de Márquez. En realidad, había poca relación entre los liberales y los acontecimientos de Pasto, pero en los últimos meses de 1839 y los primeros de 1840 se presentaron circunstancias que en efecto habrían de exacerbar la hostilidad entre los partidos.

Las cosas se pusieron difíciles para Obando cuando un guerrillero español, José Erazo, lo acusó de haber participado en el asesinato del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. Ante la orden de un juez de Pasto de que Obando se presentara, este salió de Bogotá hacia Popayán con el fin de defenderse. Allí fue hecho prisionero el 17 de diciembre de 1839, ordenándose su traslado a Pasto, lo cual no pudo llevarse a término porque Obando insistió en que su vida corría peligro por hallarse la montaña de Berruecos infestada de rebeldes. En efecto, por toda la región operaban grupos de guerrillas, y en enero de 1840 se levantó Juan Gregorio Sarria en Timbío, cerca de Popayán, agitando la idea de sostener a la religión y al General Obando. Este no desaprovechó la oportunidad que se le presentaba, tomó las riendas del pronunciamiento de Sarria y, reuniendo hombres de los pueblos vecinos, se dispuso a tomar a Popayán, sin lograrlo. El 6 de julio de 1840, Obando y los demás acusados del asesinato de Sucre escaparon de Pasto. Obando tenía razones más poderosas que esta acusación para levantarse contra el gobierno, y diez días después de su fuga se declaró “Supremo Director de la Guerra en nombre de Cristo crucificado”, para liberar a la Nueva Granada del despotismo y establecer el sistema federal.

Aparte de los argumentos de los liberales contra Márquez, que evidentemente los tenían, el resultado de las elecciones presidenciales de 1840 los persuadió de que el único recurso que les quedaba eran las armas. Antes de terminar el año de 1840, de las 18 provincias del país sólo cinco permanecían leales al gobierno. Una era la de Bogotá, donde se hallaban los más importantes partidarios y aliados del gobierno. Las otras provincias leales fueron las de Popayán, Buenaventura, Cauca y Neiva, donde se encontraba la casi totalidad de las fuerzas del gobierno bajo el mando de Herrán. En todas las demás comenzaron a aparecer “Jefes Supremos” y de allí el nombre que se dio a esta guerra.

Tomaría al gobierno hasta el último día de febrero de 1842 restablecer su mando en la República. Vencido el General Obando el 11 de julio de 1841 en La Chanca, cerca de Jamundí, finalmente abandonó la Nueva Granada y huyó hacia el Amazonas con dirección a Perú.

A los diez años de su creación, la Nueva Granada había pasado por una guerra civil que, aparte de miles de muertos de lado y lado, tuvo efectos económicos desastrosos en un país cuyas condiciones ya eran débiles. En la Guerra de los Supremos el gasto militar se elevó a la mitad del presupuesto nacional mientras que los ingresos del gobierno se reducían a una tercera parte o menos, y las exportaciones descendían quizás a la quinta o incluso la décima parte de su monto usual. Obviamente el gobierno tuvo que contraer ingentes deudas para poder mantener a sus ejércitos.

La revolución de 1851: de la guerra de clases a la guerra de partidos

A fines de 1850 comenzaron a producirse desórdenes en Cali, Palmira y otros lugares del valle del Cauca contra los propietarios de haciendas situadas en terrenos de los ejidos y dehesas, que desde la época colonial se tenían como de propiedad colectiva. Los negros y mulatos destruían las plantaciones, zanjas y cercas de los ricos hacendados, sin que el gobernador liberal, Ramón Mercado, hiciera nada –según los conservadores- para prevenir y castigar los desmanes. Algunos hacendados se organizaron, y desde principios de mayo de 1851 tuvieron lugar en la provincia de Pasto reuniones en contra del gobierno y ataques a las autoridades provinciales en el valle del Patía, incitados desde Tulcán, Ecuador, por un antiguo militar de la Independencia, Manuel Ibáñez, y un rico terrateniente de Popayán, Julio Arboleda.

Se dijo en aquella época –y aún hoy- que la razón de estos levantamientos era la inminente liberación de los esclavos y la forma en que el gobierno pensaba indemnizar a los propietarios. Pero el hecho de que Ibáñez y Arboleda fueran dueños de esclavos no quiere decir que hubieran armado una revuelta para oponerse a la eliminación de la esclavitud. En realidad, ellos y otros propietarios del Cauca y de otras provincias tenían razones mucho más poderosas para hacerlo. El historiador José Manuel Restrepo vio con claridad lo que estaba pasando: “Los democráticos que componían allí la masa del pueblo capitaneados por liberales rojos de pésimos principios se habían levantado contra los Aristócratas u Oligarcas como los llamaban”. Parecía evidente que el “pueblo soberano” estaba empezando a tomar la Revolución Liberal al pie de la letra, y esto representaba mayor peligro para los “Aristócratas u Oligarcas” que la libertad de los esclavos. Ante los ataques del populacho, muchos hacendados abandonaron sus propiedades, y uno de ellos fue Julio Arboleda, quien organizó desde su refugio de Ecuador el pronunciamiento contra un gobierno que proclamaba ser agente del querer de las mayorías.

Los conservadores aprovecharon la oportunidad, y lo que había comenzado como típico enfrentamiento entre clases se convirtió en guerra contra los liberales rojos. La sublevación se extendió a la provincia de Antioquia, a donde se había trasladado desde Cali el General Eusebio Borrero, y el 30 de junio de 1851 una fuerza que se calculó en 800 hombres ocupó Medellín al mando de Borrero, quien se proclamó Jefe Civil y Militar de la provincia de Antioquia. Ahora el conservador Borrero copiaba a los Supremos liberales de 1840 y levantaba la divisa del federalismo. Lo mismo sucedió en la provincia de Mariquita, y en la de Bogotá uno de los líderes conservadores, Pastor Ospina, organizó en Guasca una guerrilla que se hizo célebre y llegó a contar con 400 hombres.

No tomó mucho tiempo al gobierno recuperar el control. Las tropas enviadas por el gobierno al sur de la Nueva Granada bajo el mando de Tomás Herrera y José María Obando dieron cuenta de los rebeldes de Arboleda, quien, derrotado el 10 de julio, huyó de nuevo hacia Ecuador. En agosto se encargaron de los de Mariquita, y en ese mismo mes Herrera fue a pacificar Antioquia, venciendo a Eusebio Borrero y ganando finalmente el control en Rionegro el 4 de septiembre. Desde julio el General Joaquín Barriga había sometido a la guerrilla de Guasca y puesto prisionero a Pastor Ospina.

La Revolución de 1854: la alianza de los partidos contra la amenaza popular

Desde el mismo momento en que asumió José Hilario López el poder y comenzaron a discutirse las reformas, el liberalismo empezó a dar muestras de división. Un sector del partido defendía las reformas extremas, mientras que el otro era más moderado, e incluso se opuso firmemente a algunas de las reformas más significativas (eran liberales conservadores). La abolición de la pena de muerte para delitos políticos encontró su más férrea oposición, no entre los conservadores, sino entre los propios liberales. Al sector opuesto a dicha reforma comenzó a llamársele desde entonces “draconiano”, por alusión a Dracón, legislador ateniense del siglo VII a.C. que propugnaba la pena de muerte tanto para los delitos graves como para aquellos que no lo eran. El otro sector, que defendía las reformas, comenzó a llamarse “gólgota”.

Desde 1850 se habían producido enfrentamientos verbales entre los artesanos y los intelectuales gólgotas de la Sociedad Republicana en torno a la elevación de aranceles para determinados artefactos, en particular los artículos de zapatería, sastrería, talabartería, carpintería y herrería. A los artesanos no les parecía mucho pedir, pero en las propias sesiones de la Sociedad Democrática los jóvenes gólgotas habían tratado de demostrarles con toda clase de discursos que lo que querían era un error garrafal. Los gólgotas eran grupos de comerciantes, estudiantes, intelectuales y funcionarios públicos que, por su indumentaria europea, recibieron los nombres de “cachacos” y “gente de casaca”. Los democráticos, por su parte, comenzaron a ser llamados por aquellos “gente de ruana”, pues jamás abandonaban esta prenda; por sus facciones mestizas y por su comportamiento con los “cachacos”, también se les llamó “guaches”. Terminado el gobierno de López, la confrontación entre gólgotas y democráticos se convirtió en violenta hostilidad entre “los de casaca” y “los de “ruana”, y del debate ideológico se pasó a un conflicto entre clases.

Avivado por los violentos enfrentamientos entre gólgotas y democráticos, el debate entre aquellos y los draconianos fue subiendo de tono y en parte fue la causa del ascenso de los conservadores en las elecciones generales de 1853. A fines de año ya se hablaba de una posible revolución y los temores se acrecentaron cuando el presidente, José María Obando, ordenó el traslado de armas y municiones de los parques de ciertas ciudades a otras e incluso entre provincias. El 16 de abril de 1854 las tensiones estallaron. Cerca de 400 democráticos, armados con fusiles al parecer del ejército, desfilaron frente al palacio presidencial ataviados con cintas rojas que decían: “¡Mueran los gólgotas y abajo los monopolios!”; “¡Vivan los artesanos y el ejército; abajo los agiotistas!”. Aparte de su resentimiento con los gólgotas, los democráticos manifestaban su inconformidad por el extraordinario encarecimiento y la escasez de los víveres de primera necesidad en toda la región de la cordillera nororiental. La producción agrícola había descendido de manera considerable y esto se atribuía a la disolución de los resguardos. Los hacendados ricos habían monopolizado los alimentos y se especulaba con ellos tanto en la plaza de mercado como en las tiendas de las ciudades. El ejército, amenazado de extinción, se unió a los artesanos para tomarse el poder.

El principal apoyo de la sublevación popular y militar fue el General José María Melo, cuyos antecedentes lo muestran como una figura bastante distinta a la de un simple aventurero belicoso, como es la imagen que se transmitió de él desde aquellos tiempos. Una noche de 1853 Melo llegó a su cuartel y sorprendió ebrio a un cabo llamado Ramón Quiroz. Al reprenderlo por su estado, Quiroz se abalanzó sobre él atacándolo con su lanza. Melo se defendió con su espada, causándole a Quiroz una herida de la que murió al otro día. Se le abrió juicio y la acusación contra él debía discutirse en el Senado precisamente el 17 de abril de 1854. Se ha dicho que Melo encabezó la revolución para librarse de la sentencia, apreciación a todas luces simplista pues Melo bien habría podido resultar exonerado, y además contaba con el apoyo del presidente Obando.

A las cinco de la mañana del 17 de abril varios cañonazos anunciaron el inicio de la revolución. Se dijo que Melo había permanecido con Obando hasta las 11 de la noche del día anterior, tratando de persuadirlo de que disolviera el Congreso y se declarara dictador, cosa que el presidente evidentemente no aceptó. A las 7 de la mañana se convocó el Consejo de Gobierno en la casa de Obando, situada paradójicamente en el barrio de Las Nieves, habitado principalmente por artesanos. Allí Melo declaró presos a los miembros del gobierno, incluido el presidente Obando.

En pocos días Melo había hecho con las reformas lo que no pudo hacer el partido conservador en los cinco o seis años que llevaba la Revolución Liberal, y tampoco la revolución conservadora de 1851. Fácilmente habrían podido aliarse los conservadores con los draconianos y acabar de una vez por todas con los liberales, pero para los dos partidos era claro que esta vez no se trataba de una guerra entre ellos, sino contra ellos y que, de salir triunfante, habría tenido consecuencias impredecibles. Entonces se aliaron antiguos adversarios contra un enemigo común, el partido draconiano, con sus filas de artesanos y soldados miembros de la segunda clase hacia abajo.

El 21 de abril Tomás Herrera dictó un decreto en Chocontá declarándose en ejercicio del poder ejecutivo, de común acuerdo con el vicepresidente Obaldía. En el mismo mes el general José Hilario López tomó partido por los constitucionalistas y, en alianza nada menos que con el conservador Julio Arboleda, quien en 1851 se había levantado para derrocar a su gobierno, reunió hombres en el Cauca y Pasto que después formaron el Ejército del Sur. A fines de abril llegó de Estados Unidos el General Mosquera y en los primeros días de mayo comenzó a organizar en Barranquilla el ataque contra Melo. El 6 de junio Herrera le confirió el título de Comandante General del Ejército del Atlántico, Istmo y Mompox, llamado después Ejército del Norte. La Casa Montoya, Sáenz y Compañía prestó 49.000 pesos para la compra de armas y municiones en Jamaica y Estados Unidos y puso a disposición de Mosquera los vapores “Manzanares”, “Nueva Granada” y “Estrella”. En julio se organizó en Ibagué un gobierno constitucional provisorio, con Herrera a la cabeza.

A las 3 de la tarde del 3 de diciembre comenzó la reconquista de la capital por los ejércitos del Sur y del Norte. Este se componía de 4.037 y aquél de 4.300 individuos de tropa, que sumados a los que entraron a la capital al mando de Melo para defender lo que quedaba de su revolución, sumaron más de 14.000 soldados que protagonizaron el mayor hecho de armas en toda la historia hasta hoy de Bogotá. En la batalla murieron cerca de 150 hombres de Melo y unos 50 constitucionalistas, entre ellos el General Tomás Herrera. En los meses que siguieron, entre 300 y 400 artesanos fueron enviados a Panamá para que trabajaran en la construcción del ferrocarril transoceánico. El General Melo estuvo preso en Bogotá, pero el 6 de junio de 1855 el entonces presidente, Manuel María Mallarino, dictó un decreto que lo declaraba comprendido en un indulto, con la condición de que permaneciera desterrado por 8 años. Se dirigió a Costa Rica y finalmente a México, donde prestó sus servicios al gobierno. En una revolución ocurrida allí fue asesinado miserablemente por los facciosos en las ruinas de un convento el 1º de junio de 1860.

La guerra civil de 1859-62: por primera vez ganan los revolucionarios

Siendo presiente el conservador Mariano Ospina Rodríguez, los estados de la Confederación Granadina comenzaron a apartarse del gobierno central, especialmente por la oposición que rápidamente se extendió contra unas leyes que para la mayoría de los estados menoscababan su autonomía. En Magdalena se produjeron innumerables revoluciones en los distritos; Boyacá se mantuvo en emergencia permanente, y en el Estado de Bolívar el General Juan José Nieto asestó un golpe contra el gobernador conservador Juan Antonio Calvo. Pero tal vez lo más grave para Ospina, estaba sucediendo en el Estado del Cauca, cuyo primer gobernador era nadie menos que Tomás Cipriano de Mosquera. Mosquera, convocó a la Legislatura del Estado a sesiones extraordinarias y obtuvo de ella el encargo de levantar un ejército de 3.000 hombres y obtener un empréstito por 20.000 pesos para armarlo y sostenerlo. Los únicos estados en paz eran Antioquia y Cundinamarca.

En este estado de cosas, el gobierno de Ospina decidió declarar el 3 de septiembre de 1859 a la Confederación en estado de guerra “por causa de conmoción interior a mano armada”. Hasta entonces la conmoción interior se había restringido a los estados, pero muy pronto habría acciones contra el gobierno general. La revolución de Nieto en Bolívar ya había amenazado con apoderarse del río Magdalena y se estaba extendiendo por toda la costa Caribe. Una revolución conservadora en el Estado del Cauca contra Mosquera, al parecer incitada por el inspector de milicias de Ospina, lo motivó, luego de ponerle fin, a levantarse contra el gobierno de la Confederación.

El 8 de mayo de 1860 Mosquera firmó un decreto declarando la plenitud de la soberanía del Estado del Cauca y suspendiendo sus relaciones con los poderes nacionales. Hizo lo mismo a principios de julio el Estado de Bolívar, con Nieto a la cabeza, e igual determinación tomó el Estado del Magdalena. Entre tanto se verificaron las elecciones presidenciales en medio de la guerra, y en ellas no participó el partido liberal. Los conservadores habían escogido inicialmente como candidato a Pedro Alcántara Herrán, pero por su actitud conciliadora se le reemplazó por Julio Arboleda, cuya beligerancia era ya bien conocida. No tuvieron en cuenta a su antiguo miembro el General Mosquera. Como dijo este después, en ese momento ya “sabían los conservadores que yo era liberal progresista”. En esa calidad, tomó el liderazgo del liberalismo para derrocar a Ospina.

El 10 de septiembre se firmó en Cartagena un “Tratado de Unión y Confederación” entre los Estados del Cauca y Bolívar, al cual se unirían después Magdalena, Santander y Boyacá. El General Mosquera se declaró “Presidente Provisorio de los Estados Unidos de la Nueva Granada y Supremo Director de la Guerra”, conservando además su título de gobernador constitucional del Estado del Cauca. Hizo oficial el nuevo nombre de la nación, suprimiendo el de Confederación Granadina, por decreto de 26 de julio de 1861.

Mientras avanzaba la guerra y se separaba un estado tras otro de la Confederación, llegó a su fin el período constitucional de Mariano Ospina Rodríguez. Habiendo la Constitución eliminado el cargo de vicepresidente, entregó el poder el 1º de abril de 1861 al procurador general, Bartolomé Calvo y se produjo una de las paradojas usuales en la historia de Colombia. De Ospina se dice que fue el único presidente derrocado por una revolución triunfante, y en cierto modo lo fue, pues para el 31 de marzo ya se daba por descontado el triunfo de la revolución encabezada por Mosquera. Pero en realidad no lo fue, pues culminó su mandato constitucional y aún mantenía el control de la capital de la Confederación.

Finalmente Mosquera tomó Bogotá el 18 de julio. Mariano Ospina y su hermano Pastor habían sido apresados más de un mes antes en La Mesa, cuando trataban de huir, y Mosquera decretó que fueran fusilados; sólo se salvaron por la intervención de algunos liberales y miembros del cuerpo diplomático, conmutándoseles la pena por la de prisión en Cartagena, de donde Ospina escapó en 1862, fijando su residencia en Guatemala.

La guerra civil de 1876: historias de escuelas, mochuelos y alcanfores

En el nivel nacional, durante más de doce años los conservadores no presentaron un desafío apreciable a los gobiernos radicales. Se concentraron en el poder regional, y especialmente en mantenerlo en los estados donde tenían el dominio, particularmente Antioquia y Tolima. Esto iría a cambiar al promediar la década de 1870. Un hecho que causó malestar en gran parte de la nación fue que, desde Mosquera y con la sola excepción de Manuel Murillo Toro, todos los presidentes eran oriundos de la cordillera nororiental. Es a ellos a quienes se aplicó más específicamente el mote de “Olimpo Radical”.

El partido liberal se presentó a las elecciones de 1875 con dos candidatos: Aquileo Parra, radical, que contaba con el apoyo del Presidente Santiago Pérez, y Rafael Núñez, llegado apenas en diciembre del año anterior de una larga ausencia de casi doce años en el exterior. Parra ganó en Boyacá, Cundinamarca y Santander, y Núñez en su natal estado de Bolívar, pero la ventaja de aquel no fue suficiente para obtener la mayoría exigida y el Congreso tuvo que elegir, según las normas constitucionales. El resultado final fue favorable a Parra.

Viendo al liberalismo dividido y al presidente Aquileo Parra sin el apoyo de los nuñistas, los conservadores sintieron que había llegado el momento de asestar un golpe contra los radicales, que habían monopolizado el gobierno general durante tanto tiempo. Sacaron entonces a relucir el tema religioso y, en particular, la reforma educativa de 1870 y las circunstancias que rodearon el establecimiento de escuelas normales, vistos por ellos y los eclesiásticos como el ataque más devastador contra la religión. El levantamiento se inició en julio de 1876 en Palmira, Estado del Cauca, y se dirigió inicialmente contra el presidente del estado, César Conto. Pronto la sublevación se extendió a los estados que tenían gobiernos conservadores, Antioquia y Tolima, en contra del gobierno de la federación, y la que se llamó “guerra de las escuelas” se convirtió en conflagración nacional. Parte de los combatientes de ambos bandos eran jóvenes de la alta sociedad que formaron facciones que describe así José María Cordovez Moure:

Dos grupos de combatientes se distinguieron [en Cundinamarca] en la revolución a que nos referimos: la guerrilla de Los Mochuelos, compuesta de personal escogido entre la juventud conservadora y el Batallón Alcanfor, de estudiantes liberales. El nombre de los primeros se derivó de la hacienda El Mochuelo, que fue el punto de reunión para organizar la guerrilla. El bello sexo conservador predijo que el batallón de estudiantes se evaporizaría como el alcanfor: de aquí proviene que estos adoptaran aquel distintivo para probar lo contrario y recuperar los favores de sus amables adversarias. Los lazos de amistad que de tiempo atrás existían entre Mochuelos y Alcanfores no se relajaron con los azares de la guerra, porque llegado el caso, se batían con denuedo, se fusilaban concienzudamente, no guardaban rencor después de los combates, trataban con hidalguía a los prisioneros y enterraban con decoro a los muertos.
José María Cordovez Moure

La guerra fue sangrienta, pero antes del final del año el gobierno tenía prácticamente dominada la situación. En el Cauca el comandante general de milicias del Estado, General Julián Trujillo, derrotó a los revolucionarios en la batalla de Los Chancos, concluida el 31 de agosto. La guerra continuó en los límites entre Cauca y Antioquia hasta cuando se verificó la decisiva toma de Manizales, donde se habían hecho fuertes los conservadores antioqueños, por parte de Trujillo.

La guerra de 1884-85

En el Estado de Santander estalló un conflicto en 1884 como consecuencia de una disputa en torno a la presidencia del Estado. Los radicales se sublevaron contra el mandatario saliente, Solón Wilches, y no obstante los esfuerzos de una comisión de paz enviada por el gobierno, aquellos terminaron designando presidente a uno de los suyos. Núñez también envió tropas de la guardia nacional para que intervinieran de forma menos amistosa y esto lo interpretaron los radicales como intromisión inadmisible del gobierno general en los asuntos internos de los Estados y declararon la guerra al gobierno. La rebelión se extendió a Boyacá y entre tanto se levantaba en armas el tolimense Ricardo Gaitán Obeso contra el gobierno de Cundinamarca. Una vertiginosa y triunfal campaña lo llevó a apoderarse del río Magdalena hasta Barranquilla, donde hizo su entrada el 5 de enero de 1885.

El lazo entre Núñez y los conservadores quedó sellado al aceptar aquél el apoyo de lo que se llamó “ejército de reserva”, compuesto en su mayor parte por voluntarios conservadores. La batalla decisiva de la guerra tuvo lugar el 17 de julio en un paraje llamado La Humareda, en el río Magdalena, cerca de El Banco, donde un ejército comandado por el General Guillermo Quintero Calderón se enfrentó a las embarcaciones de Gaitán Obeso y a tropas radicales de tierra. Carlos Martínez Silva describió a esta batalla como “las Termópilas colombianas”. Los ejércitos radicales, tal vez parecidos a los bárbaros persas, derrotaron a los espartanos constitucionalistas de Quintero (una especie de Leonidas del Magdalena), pero el Ática sabanera no quedó en manos de los vandálicos revolucionarios, pues en la batalla perdieron gran parte de sus navíos y sus oficiales más aguerridos.

Una guerra breve y cara en 1895

La cara menos amable de la Regeneración se había mostrado ya desde 1888, con la célebre “ley de los caballos”, que otorgaba al presidente amplias facultades judiciales para prevenir y reprimir los delitos contra el Estado. Llamada así porque se dictó luego de la matanza de unas mulas en Palmira, que el gobierno interpretó como parte de un siniestro plan liberal, se complementó con un decreto que ordenaba aplicar el Código Penal para reprimir los delitos de las publicaciones “subversivas” u “ofensivas”. El expresidente radical Santiago Pérez, a cargo del periódico El Relator, vocero del liberalismo, se quejó de la censura previa y las frecuentes rectificaciones oficiales. El presidente, Carlos Holguín, inició un debate con Pérez al que puso fin el vicepresidente Caro a principios de agosto de 1893, cuando ordenó el destierro de Pérez y el cierre de El Relator sobre la base de una falsa imputación.

Pocos meses después de asumir Caro, los artesanos de Bogotá se levantaron contra el gobierno, con motivo de un artículo periodístico que ponía en tela de juicio la moralidad de aquellos. Con la reacción de la policía, entre el 15 y el 17 de enero de 1893 murieron cerca de 50 personas y otras tantas resultaron heridas. Se impusieron prohibiciones sobre las reuniones políticas de los artesanos y se les persiguió de otras formas, lo cual llevó a que al año siguiente fraguaran un plan para poner preso al presidente y sus ministros y establecer un gobierno bipartidista. La delación por uno de los conspirados puso fin al intento.

En la arena electoral las cosas fueron desastrosas para los liberales. Con medios muy parecidos a los que habían aplicado las radicales en su época, incluidas la corrupción y la coacción, los nacionales de Caro monopolizaron las asambleas, los concejos municipales y el Congreso.

Finalmente, las cosas explotaron en Bogotá, con mal comienzo para los liberales. Quisieron poner en ejecución el fracasado plan de los artesanos del año anterior y tomar en custodia a Caro y sus ministros, pero fracasaron miserablemente. No obstante, en distintos sitios de la República, especialmente en el Tolima, Boyacá y Santander, hubo pronunciamientos contra el gobierno estimulados en gran parte por falsos rumores sobre el éxito de los conspiradores de Bogotá. Caro puso al frente de las fuerzas legitimistas al General Rafael Reyes, antiguo delegatario constituyente, y los desorganizados ejércitos liberales no fueron contrincantes de consideración. El 29 de enero fueron derrotados en La Tribuna, cerca de Facatativá, de donde Reyes avanzó por el Magdalena hasta la Costa y de allí a Santander, acabando con la revolución a mediados de marzo en la batalla de Enciso.

Las causas profundas de las guerras civiles

Para muchos comentaristas del siglo XIX, así como para observadores más recientes, la política y la guerra fueron los grandes fantasmas que asolaron a la república durante el siglo XIX. Un político y comerciante liberal de mediados del siglo XIX, José María Quijano Wallis, describe así la realidad de la nación: “La falta de desarrollo de nuestras riquezas nacionales y el consiguiente empobrecimiento de nuestro pueblo, han llevado a los caudillos militares, las más de las veces, a buscar los medios de subsistencia y de engrandecimiento personal en los azares de la guerra civil, o en las intrigas y acomodamientos de la política. Así, pues, puede decirse que en Colombia las primeras, si no las únicas industrias de carácter nacional y popular, han sido la guerra civil y la política”.

Sin embargo, las guerras civiles no fueron producto exclusivo de las divergencias entre las élites por el poder, o de los intereses individuales de los caudillos o los miembros de las clases altas por el botín burocrático. Ciertamente, no se debieron a causas simples. En ellas se mezclaban las más diversas motivaciones, desde la supresión de los conventos menores en la guerra de 1839-41, y nuevamente el “problema religioso” en la guerra de 1859, hasta el conflicto entre las ideas proteccionistas y las ideas librecambistas en la guerra de 1854, o la contraposición de intereses regionales en muchos otros enfrentamientos. Con frecuencia todos estos factores y muchos otros confluían simultáneamente en una misma guerra.

El régimen constitucional y legal, particularmente en la época de apogeo del radicalismo, encierra una serie de contradicciones profundas. Consagrar y preconizar por norma constitucional la libertad, la igualdad y la tolerancia en un país en que de hecho estas virtudes democráticas no existían ni en términos económicos, ni sociales, ni raciales, ni regionales, necesariamente se convertía en fuente de conflictos. La libertad de imprenta, de expresión y de asociación, que dio sustento legal a la generalizada tendencia de los colombianos a participar en política, no contó con el soporte de la equidad en cuanto al acceso a la riqueza y a la educación.

Es común en los relatos de los viajeros y en la literatura de costumbres la imagen de los campesinos y jornaleros, integrantes de las clases más pobres, reclutados a la fuerza por el gobierno o por el caudillo local y arreados como borregos a los campos de batalla a pelear por ideas que no conocían e intereses a los cuales eran completamente ajenos. La abundancia de testimonios a este respecto haría suponer que los reclutas eran simplemente “carne de cañón”, resignados e indiferentes ante las imposiciones de los líderes. Sin embargo, esta visión es contraria a la evidencia de la elevada politización de los colombianos en el siglo XIX. Probablemente el reclutamiento forzado de indios, mestizos y negros pobres no suponía que no tuvieran intereses políticos y que no estuvieran dispuestos a tomar las armas en defensa de sus propios principios, sino más bien que se vieran forzados a pertenecer al bando equivocado. Las frecuentes deserciones parecen una prueba en apoyo de esta suposición.

La igualdad de derechos políticos terminó por implantarse a mediados de siglo, y en teoría hasta el indígena o el mezclado menos educados podían llegar a las posiciones de poder político. En la práctica, la política se convirtió, en efecto, en mecanismo de ascenso social, y muchos miembros de los sectores pobres consiguieron ejercer influencia en el nivel local, como alcaldes o concejales o en otros cargos públicos. Pero por su menguada educación y, sobre todo, por su estrechez económica, estaban en evidente desventaja frente a terratenientes y comerciantes. Debilitar o suprimir por decreto el poder temporal de la Iglesia (junto con sus propiedades y su poder político) en un país donde aquella conservaba no sólo el poder espiritual pues las mayorías eran abrumadoramente católicas, sino el apoyo de los sectores conservadores que en muchos casos detentaban el poder político regional y local, no podía llevar más que a enfrentamientos. Con el federalismo se pretendía distribuir mejor el poder y la riqueza entre las provincias, pero ambos elementos eran escasos, cuando no inexistentes, por lo cual lo que se terminó repartiendo fue la debilidad y la pobreza del Estado. En tales condiciones, el conflicto era de esperarse.

El siglo XIX en Colombia fue de experimentación alrededor del interrogante fundamental de cómo construir la república. La historia política del país se desarrolló de una manera ciertamente compleja y contradictoria. Por una parte, el país mantuvo una sorprendente estabilidad institucional, pues en todo el siglo solamente hubo una dictadura, la del general José María Melo en 1854, con una duración de ocho meses. Por otra, la frecuencia y el impacto de las guerras civiles son evidentemente notables, incluso dentro del contexto latinoamericano. Colombia fue, pues, simultáneamente, un país de alta estabilidad institucional pero baja estabilidad política.

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Créditos

  • Efraín Sánchez, Historiador e investigador. 2020


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