Aunque está todavía por hacerse un estudio sistemático de la contribución de las mujeres a la economía colombiana del siglo XIX, es un hecho que la imagen que las representa como consagradas exclusivamente al cuidado de los hijos y a las labores domésticas de su hogar pertenece al reino de la ficción. Evidentemente la vasta mayoría de las mujeres casadas, si no todas, tenían bajo su responsabilidad estas tareas, pero a ellas no solo deben sumarse las que llevaba a cabo como parte de las ocupaciones económicas con las que subsistían sus hogares, entre ellas la agricultura e incluso la ganadería, sino los oficios y las profesiones que desempeñaban por fuera de sus trabajos domésticos. ¿Cuáles eran esos oficios y profesiones y qué idea puede formarse hoy sobre la magnitud de la presencia femenina en la economía del país?

Para comenzar debe decirse que, aún hoy, cuando se habla tanto de inclusión y participación de la mujer, las labores domésticas y de crianza, a las cuales se da el nombre de “Trabajo Doméstico y de Cuidado no Remunerado” y se asigna técnicamente una sigla (TDCnR), no se consideran como parte de la economía, por el simple hecho de que no son remuneradas. Ni forman parte de la economía, ni se tienen en cuenta al calcular el Producto Interno Bruto (PIB) de un país, es decir, el valor monetario de todos los bienes y servicios producidos en ese país. Sin embargo, y aquí viene un hecho absolutamente sorprendente, si el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado se contabilizara en las cuentas nacionales de la Colombia actual, representaría el 20% del PIB; en otras palabras, como lo ha manifestado el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, “sería el sector más importante de la economía, por encima del sector de comercio (17,5%), el sector de administración pública (14,6%) y el de industria manufacturera (11,9%)”.

No se ha calculado el valor del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado en Colombia en el siglo XIX, pero puede presumirse que fue incluso mayor que hoy, teniendo en cuenta que, aparte de que la economía era entonces mucho más pequeña, es probable que la población dedicada a esta actividad fuera mucho mayor en el siglo XIX que en el XX. Puede afirmarse, entonces que, como hoy, el trabajo doméstico y de cuidado no remunerado, desempeñado en su mayor parte por mujeres, era el sector más importante de la economía colombiana del siglo XIX. Esto, por supuesto no está oficialmente reconocido.

Entre los sectores económicos tradicionales, el principal en el siglo XIX, al que se dedicaba la mayor proporción de la población y del que se derivaba la mayor parte de los ingresos, fue la agricultura. No poseemos información estadística anterior a 1870 sobre las actividades económicas de los colombianos, que solo se recogió por primera vez en el censo de ese año. Según sus datos, sabemos que el 54% de la población se dedicaba entonces a la agricultura, la ganadería y la pesca, es decir, más de la mitad de quienes trabajaban. De ellos, al menos el 80% eran hombres y el 20% mujeres. En otras palabras, la quinta parte de los agricultores, pescadores y ganaderos eran de sexo femenino, proporción muy considerable si se piensa que supuestamente deberían estar dedicadas a los oficios domésticos y a cuidar los niños. Estas cifras, por supuesto, no tienen en cuenta el apoyo que daban las mujeres a los hombres de la casa en las faenas agrícolas, esenciales cuando la finca era de propiedad de la familia o esta vivía en aquella como arrendataria.

La minería, que podría imaginarse como actividad exclusivamente masculina, ocupaba alrededor de 40.000 personas en 1870, casi el 3% de los trabajadores, de los cuales unos 18.000 eran mujeres, es decir, casi la mitad. ¿Mujeres mineras? Sí, y no se dedicaban precisamente a labores suaves. Como observó el viajero español José María Gutiérrez de Alba en su visita a las minas de Mariquita en junio de 1874,

“A la puerta del socavón había grandes montones del mineral extraído, y bajo un cobertizo próximo varios operarios, hombres y mujeres, se ocupaban en desmenuzar las piedras a golpes de martillo, hasta reducir los trozos al tamaño de un puño próximamente, conduciéndolos después, a lomo de bueyes, al lugar donde se hallan los aparatos de trituración, en grandes zurrones de cuero dispuestos a manera de alforjas”

Si en la agricultura y la minería las mujeres trabajaban en proporciones muy importantes, el verdadero reino de dominio femenino era lo que hoy podría describirse como el sector manufacturero, es decir, la artesanía, que congregaba a “artesanos, artistas y fabricantes”, como los agrupó el censo de 1870, y que, en términos generales, producía textiles de algodón y lana, sombreros, alpargatas y toda suerte de objetos de fique, y una inmensa variedad de recipientes de alfarería. El censo de 1870 registra cerca de 350.000 personas dedicadas a este sector, casi la cuarta parte de toda la fuerza laboral del país. De ellos eran hombres alrededor de 100.000 y el resto, cerca de 250.000, eran mujeres, es decir, el 71%. Se distribuían principalmente en la cordillera nororiental actuales departamentos de Santander y Boyacá, y en el suroccidente, actuales departamentos de Nariño y Cauca.

Manuel Ancízar, conocido escritor y periodista y secretario de la Comisión Corográfica, describe a las “mujeres del pueblo” de la provincia de Vélez como “regularmente desheredadas de todo trabajo productivo, por la invasión que ha hecho el hombre, aun en los oficios sedentarios”, y habla con profusión sobre su trabajo:

“Cerca de 3.000 de ellas emplean sus manos en tejer anualmente 83.000 sombreros de calidades diversas en sólo el cantón Bucaramanga, los cuales, vendidos, les dejan 59.000 pesos de utilidad neta, deducidos 20.000 pesos, valor de los cogollos de na-cuma y palma ordinaria. La mayor parte de esa cantidad la ganan las tejedoras de la villa, habiendo mujer que reali¬za una venta de 200 pesos anuales, suficientes para cubrir los gastos de existencia, y algunos de placer y regalo, en un país en que la manutención abundante no cuesta más de 92 pesos al año. Así es que en este gremio, interesante bajo muchos aspectos, se hacen notables el esmero en el vestir de telas finas, y cierta dignidad en el porte y moda¬les, sugeridas por el sentimiento de la independencia y el laudable orgullo del propio mérito...”

Las propias mujeres se encargaban de vender sus productos, convirtiéndose así también en comerciantes. Y no lo hacían de cualquier manera, pues para ellas jugaba importante papel la presentación personal. Así las describe Ancízar:

“Llega el sábado: el sombrero se ha terminado en mitad de la noche anterior a la luz de un candil; la joven tejedora peina desde temprano su cabellera de ébano, dividiéndola en dos trenzas magníficas que deja caer a la espalda; cíñese a la breve cin¬tura las enaguas profusas de muselina o zaraza fina,… cú¬brele el firme busto una camisa de tela blanca, entre opaca y transparente, ribeteada con flores y calados, obra de sus incansables dedos, y puesto al desgaire un pañolón bien matizado, sale despejada y risueña, ladeando en la cabeza el sombrero que para sí ha tejido poco a poco los domingos con todo el primor de su arte, teniendo escogida de antemano la brillante cinta que lo adorna, y se encamina para la plaza en busca de los compradores de sombreros”.

El comercio era una ocupación mucho menos frecuente en Colombia que la agricultura, y se dedicaban a ella poco más de 40.000 personas. Quedaban comprendidos dentro de este sector, aparte de los comerciantes propiamente dichos, los cargueros y los arrieros. Esta era actividad primordialmente masculina, dedicándose a ella alrededor de 36.000 hombres en 1870. Pero no faltaban las mujeres, y según el censo de ese año había en el país unas 5.000 mujeres comerciantes, cargueras o arrieras. El escritor José María Vergara y Vergara describe lo que vio en el camino hacia La Mesa, pueblo cercano a Bogotá:

"Van también tropas de indios a pie, hombres y mujeres que caminan pausadamente, pero sin cesar, con su larguísi¬mo bastón en la mano, y la frente agobiada por su carga. Lo mismo carga el varón que la mujer, el anciano que va trémulo y acezando, que el indio joven, el cual baja fi¬jando con fuerza sus gruesas piernas sobre el suelo desigual. Estos indios vienen de Ráquira, Turmequé, Chía, Cota, Tenjo, Engativá, y de cien pueblos más..."

En la pintura de costumbres abundan las imágenes de mujeres cargueras y vendedoras de plaza, cuyos productos incluían no solamente papas y verduras sino huevos, pollos, pescado, ganado y otros animales. El español Gutiérrez de Alba, ya mencionado, dibujó a una mujer carguera con los pies descalzos llevando una pesada caja procedente de Europa, en el camino entre Honda y Bogotá. El mismo Gutiérrez ofrece una idea de los protagonistas centrales de la plaza de mercado de Sogamoso, actual departamento de Boyacá:

“Pasamos luego a la plaza, donde se celebra el mercado, que, como casi todos los de esta región, se reduce a sus productos agrícolas, muchas cargas de sal, procedentes de Zipaquirá y Nemocón, y algunos tejidos groseros de algodón y lana, en cuya fabricación se emplean generalmente las mujeres, tan laboriosas, que hasta en los caminos se las encuentra hilando, sin hacer por esto más lenta su marcha”.

El servicio doméstico daba ocupación a un número que hoy podríamos considerar como desproporcionadamente alto de la población trabajadora, alrededor de 224.000 personas en 1870. En su mayoría eran mujeres, pero también se contabilizaba un número considerable de hombres en esta actividad. El escritor Manuel Pombo ofrece una visión de la tropa de mujeres que servían en una casa acomodada:

“Para el servicio de su casa disponía mi tía: de la negra María Francisca, cocinera; de la mulata Manuela, que almidonaba, planchaba y hacía los dulces; de la zamba Rafaela, que lavaba, jabonaba y enjuagaba la ropa y molía el chocolate; de la chola Indalecia, que fregaba con salvado la losa de uso diario, cuidaba las gallinas y subía agua a las tinajas y la cocina; de la india Teresa, que barría, tendía las camas y ordenaba las piezas; de la china Sinforosa, que traía lumbre en el braserillo, vasos de agua y demás que se ofrecía para las visitas, inquiría quién era el que golpeaba el portón, comunicaba las órdenes para el interior e informaba con frecuencia sobre lo que hacían Indalecia y Rafaela; ÑA Rosa, la mandadera, que no descansaba un minuto en las catorce horas útiles del día.

Abundan los testimonios de viajeros y otros observadores de la vida en Colombia en el siglo XIX sobre las ocupaciones de las mujeres, distintas al trabajo doméstico y de cuidado no remunerado. Una de las que podrían parecer más extrañas la describe José María Gutiérrez de Alba en su relato sobre sus experiencias en los alrededores de la laguna de Tota en 1872:

“En este mismo día el Sr. Montoya tuvo la bondad de mostrarme algunas cantidades de opio, producto extraído en una huerta de la hacienda, bajo su propia dirección, de la adormidera que aquí llaman amapola, planta que el mismo Sr. ha aclimatado de semilla de Esmirna. Este opio, que da el 10 o 12 por ciento de morfina, se extrae con gran facilidad, haciendo ligeras incisiones con un instrumento cortante en la corteza del estuche esférico que encierra la semilla de la planta, en dirección de la corona al tallo; por estas incisiones brota una sustancia gomo-lechosa, que se coagula al ponerse en contacto con el aire atmosférico, y que los operarios, generalmente mujeres, van recogiendo con un cuchillo que pasan convenientemente por las hendiduras de la corteza, cerca de las cuales hacen otras inmediatamente, para recoger al siguiente día la nueva exudación de la planta”.

Véase también

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Créditos

  • Efraín Sánchez, Historiador e investigador. 2022