La economía en el primer siglo republicano: los avatares del comercio exterior
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Tienda de vender chicha. Bogotá. Ramón Torres Méndez, 1860 Ca. AP 1335. Colección de Arte del Banco de la República
Datos generales


Proteccionismo o libre cambio: ¿cuál era la solución para la economía colombiana?

¿Cuál era el secreto para salir del estancamiento y la pobreza? Este fue uno de los grandes interrogantes desde la Independencia, y uno de los grandes debates del siglo fue aquel entre proteccionistas y librecambistas. ¿Debía el gobierno imponer elevados impuestos a los artículos importados para proteger la industria nacional? (proteccionismo). O, por el contrario, ¿debía permitir el libre comercio y dedicarse más bien a fomentar aquellos ramos con los cuales pudiera competir el país en el mercado externo? (libre cambio). Algunos, como Florentino González, secretario de Hacienda en la primera administración de Tomás Cipriano de Mosquera, tenían una respuesta que les parecía obvia:

En un país rico en minas y en productos agrícolas, que puede alimentar un comercio de exportación considerable y provechoso, no deben las leyes propender a fomentar industrias que distraigan a sus habitantes de las preocupaciones de la agricultura y la minería de que pueden sacar más ventajas. La Europa, con una población inteligente poseedora del vapor y de sus aplicaciones, educada en las manufacturas, lleva su misión en el mundo industrial dando diversas formas a las materias primeras. Nosotros debemos también llevar la nuestra; y no podemos dudar de cuál es, al ver la profusión con que la Providencia ha dotado esta tierra de ricos productos naturales.

Pero las cosas no eran tan obvias. Los recursos naturales eran casi imposibles de comercializar por el pésimo estado de las vías de comunicación y el atraso de los sistemas de explotación, tanto en minería como en agricultura. A mediados de siglo se impuso la idea de fomentar la exportación de productos naturales y comenzó el auge del cultivo y el comercio, inicialmente de tabaco y más adelante de quina, añil y café. A todas luces, la Nueva Granada había aceptado las doctrinas del libre cambio, principalmente porque no podía hacer nada distinto. Pero en la primera época republicana las cosas fueron más complicadas. Inicialmente se adoptaron medidas proteccionistas, elevando los impuestos sobre las telas importadas a partir de 1828. ¿Mejoró la industria textil de los pobres? No; mejoró el contrabando, y esto obligó a disminuir los impuestos. Un nuevo intento proteccionista a principios de la década de 1840 no arrojó mejores resultados. Tal vez había que probar con una combinación de proteccionismo y libre cambio y el Congreso de 1833 abolió los impuestos para la exportación de productos naturales (medida librecambista), pero al mismo tiempo fijó altos aranceles para varios artículos de importación que se fabricaban en el país y procuró fomentar la industria bogotana (medidas proteccionistas). Esto tampoco sirvió.

Realidades del comercio exterior de la Nueva Granada

Durante el siglo XIX el comercio exterior neogranadino fue más pequeño que el de la mayoría de los países de América Latina, y la explicación más frecuente de esto era que la pequeñez de las exportaciones impedía que hubiera suficiente dinero para estimular las importaciones. Pero con dinero o sin él, permanentemente se importaba más –a veces hasta un 30% más- de lo que se exportaba. Sólo el valor de las telas importadas igualaba, e incluso superaba, al valor de las exportaciones de oro. Inglaterra, por vía de Jamaica, era el gran “socio” de la Nueva Granada y, casi siempre, lo que se exportaba a Inglaterra o se importaba de allí representaba más del doble del comercio del país con todas las demás naciones sumadas.

Aunque en abril 1834 se supo en Bogotá de la venta de varias cargas de tabaco de Ambalema en una subasta en Londres, habría que esperar hasta después de mediados de siglo para que por fin comenzaran a verse realizados, al menos parcialmente, los sueños de quienes tenían puestas sus esperanzas en las riquezas agrícolas de la Nueva Granada. Entre 1830 y 1850 el oro tuvo total primacía entre los productos de exportación (cerca del 75% del total, frente al 5% del segundo producto, por lo general el algodón o los cueros).

La principal región productora de oro desde fines de la Colonia era Antioquia, y debido a su riqueza llegó a considerarse a los antioqueños como “los Yanquis de Suramérica”. Pero ni toda Antioquia fue rica, ni todos los antioqueños fueron grandes y poderosos mineros. La proporción de mineros fue ciertamente mayor que en todas las demás regiones del país, pero ni en los momentos de auge de la minería su número superó al 6 o 7% de una población que en su mayoría era de agricultores, artesanos y comerciantes. Y entre los mineros, la mayor proporción siguió siendo de pequeños empresarios, con técnicas tan atrasadas y poco rentables como en la época colonial. ¿Cómo se entiende entonces la fama de los antioqueños, que data de esta época, de ser el grupo regional más emprendedor y laborioso de Colombia? El secreto, sin duda, estaba en el oro mismo y en el espíritu emprendedor, la habilidad para los negocios y la apertura hacia las innovaciones de unos pocos empresarios. El oro reunía todas las cualidades necesarias para ser un gran negocio en las condiciones de la Nueva Granada: un artículo no perecedero y extraordinariamente costoso, aún en pequeñas cantidades. Para su comercio no se necesitaban caminos, que en Antioquia eran quizás peores que en el resto del país. Una pequeña bolsa podía contener una fortuna, y no había manera de que ni las telas ni los sombreros de la cordillera nororiental pudieran competirle.

Si este país no hubiera sido aurífero, como lo es, los habitantes de la antigua Antioquia serían los más infelices de toda la República, porque no podrían cultivar frutos exportables, por la carencia de caminos, y no podrían sembrar para vivir y vestir malamente. El oro, pues, que se exporta de cualquier modo, hace prodigios, porque es la causa principal del comercio interesante que hacen estos habitantes activos e industriosos, a pesar de sus malas y peligrosas vías. Agustín Codazzi, 1854

Después de la Independencia, la “gran minería” de Antioquia comenzó a tecnificarse con la introducción de capitales y técnicos extranjeros. En 1825 la casa Goldschmidt tomó en arrendamiento varias minas de oro y plata en Supía y Marmato y en 1826 un empresario antioqueño, Francisco Montoya, formó la Sociedad de Minas de Antioquia. En otras partes del país también hubo inversión extranjera, y entre los casos más notables se encuentra el de las minas de plata de Santa Ana, en Mariquita, arrendadas por el gobierno en 1824 a empresarios ingleses. Sin embargo, hasta 1836 los hallazgos habían sido escasos.

Pero con todo y la inversión extranjera en Antioquia y el espíritu empresarial de los antioqueños, la Nueva Granada no alcanzó los niveles de exportación de oro de la época colonial. Los lograría quizás a fines de siglo, pero entonces ya el oro había sido desplazado por algunos productos agrícolas.

A mediados de siglo las esperanzas de redención económica para la Nueva Granada estaban puestas en el cultivo y la exportación de tabaco y había buenas razones para ello. En Europa aumentaba el consumo de cigarros y para el año de 1850 ya se había abierto un nuevo destino para las exportaciones, el puerto de Bremen, en Alemania, que pronto superaría a los puertos ingleses y donde encontraban aceptación los tabacos de Ambalema y Girón. La casa Montoya Sáenz y Compañía era la que hacía la mayor parte de las exportaciones y en su establecimiento en Ambalema trabajaban ya cerca de 500 personas. Pero justo en el momento en que según la ley debía iniciarse el libre cultivo de la planta, con la abolición del estanco del tabaco, sobrevino la desgracia. A fines de 1849 penetró en la Nueva Granada el cólera asiático, introducido, según se creyó, por los inmigrantes que llegaban a Panamá para dirigirse a California a buscar oro. Diezmó la población de las provincias de Cartagena, Santa Marta y Mompox y de allí pasó a Ocaña y Girón. Por el Magdalena dio un salto a la provincia de Mariquita a principios de 1850 y se cree que mató por lo menos a 500 cultivadores de tabaco en Ambalema, que se sumaron a cerca de 10.000 personas que murieron en toda la República a causa de la enfermedad.

No obstante, Ambalema se convirtió en foco de atracción para miles de campesinos de la cordillera nororiental y de otros lugares y pronto se restableció la población cultivadora. Las exportaciones crecieron a tal ritmo que saltaron de menos de una tonelada en 1844-45 a más de 1.700 toneladas en 1854-55. Los ánimos exportadores recibieron aliento aún mayor con una breve bonanza de las exportaciones de quinas extraídas de las regiones de Pitayó, cerca de Popayán, y Fusagasuga, en la provincia de Bogotá. En 1850 se exportaron a Estados Unidos y Europa cerca de dos toneladas de la corteza. Pero aún faltaban algunos años para que la quina desarrollara su potencial.

Las veleidades del “modelo exportador”

Desde el punto de vista económico, la época federal (185555-1886) se conoce en la historia de Colombia como un período de auge del comercio exterior. Fue el tiempo del “modelo exportador”, con el cual los radicales aspiraban a ver crecer la prosperidad de la nación y los particulares. Pero dicho modelo se aplica en realidad a una parte de la economía, pues sólo una fracción de la población se dedicaba a cultivar, extraer o fabricar los artículos de exportación o al comercio exterior, y sólo una fracción de todo lo que se compraba y se vendía procedía o estaba destinado a dicho comercio. La mayoría de la gente se dedicaba a producir para el consumo doméstico.

Unos pocos productos naturales y agrícolas sirvieron de base al “modelo exportador”. El oro y otros metales preciosos se mantuvieron en el primer lugar hasta fines de la década de 1870, con el tabaco como cercano rival, y en tercer lugar la quina. Lentamente surgía también en el mercado mundial el café colombiano, y se vendían otros artículos como el algodón, los cueros, los sombreros, las maderas finas y las esmeraldas. El valor conjunto de estos últimos no era nada despreciable pues llegaron a representar entre la cuarta y la quinta parte del total. Los exportadores tenían motivos para frotarse las manos, pues las ventas al exterior crecían de manera visible. Si en 1845 llegaban a $ 2.300.000, en 1875 habían ascendido a $28.900.000.

Principales exportaciones de Colombia, 1854-1878 (por valor)
Producto 1854-58 1864-70 1870-75 1875-78
Metales preciosos 36,3% 37,3% 22,2% 24,0%
Tabaco 1,2% 6,9% 8,3% 3,3%
Quina 30,9% 0,3% - 0,1%
Añil 7% - - 0,4%
Café 16,9% 34,3% 49,0% 39,5%
Otros 27,3% 12,5% 8,7% 8,0%

El primer efecto del aumento de las exportaciones fue el aumento de las importaciones, y esto es parte de la lógica económica. Lo que no parece tan lógico es qué se importaba. ¿Máquinas? Algunas pocas. ¿Herramientas agrícolas para mejorar la producción de tabaco? No. ¿Trenes? (unos pocos). Lo que más se compraba en el exterior eran… textiles, que seguían siendo el principal artículo de las manufacturas domésticas, y después de ellos, alimentos, en un país que se suponía ser eminentemente agrícola. Claro que se importaban otras cosas como papel, algunas máquinas, licores y comestibles finos, drogas y hasta sal (¡!), pero en un año promedio las telas llegaban a representar hasta tres cuartas partes del valor total de las importaciones. Si esto parece irónico, no lo es tanto como el hecho de que las importaciones crecieron a un ritmo mayor que el de las exportaciones, llegando en algunos años a duplicarlas, como en 1867 y 1873, de donde provino un déficit de la balanza comercial que se inició en 1863 y continuó durante el resto del siglo. Y no era que lo que se compraba costara más que antes; por el contrario, costaba menos, pues los precios de los productos internacionales eran cada vez más bajos. ¿No sería mejor llamar “modelo importador” al “modelo exportador”?

No puede negarse que las exportaciones de toda esta época pusieron por primera vez a Colombia en el mapa comercial del mundo, así fuera en un lugar modesto. Algunos se enriquecieron, comenzando por los comerciantes, y se dieron pasos importantes en las comunicaciones. Pero los beneficios del “modelo exportador” para el resto de la economía y para la población que no se dedicaba al comercio y la explotación de oro, tabaco y quina, parecen haber estado muy lejos de corresponder a las aspiraciones de los radicales. Tal vez el mayor problema del “modelo exportador” era que los productos estaban sujetos a las fluctuaciones del mercado internacional, y fue esto lo que produjo las bonanzas y las caídas alternativas, con la consiguiente inestabilidad para los productores, los comerciantes y el gobierno. Pero aún en la bonanza, las ventajas para los pequeños agricultores resultaron esquivas, y el del tabaco es el caso más ilustrativo. Inicialmente cultivo de pequeños propietarios, al liberalizarse se convirtió ante todo en producto de plantaciones relativamente grandes, muchas de ellas formadas mediante la compra de gran número de estancias menores. Esto contribuyó a fortalecer la gran hacienda, trasladando a ella gran parte de la producción agrícola que antes correspondía a los campesinos y aumentando la dependencia de estos de las haciendas, donde las condiciones laborales y los contratos solían ser desfavorables. En cuanto a la quina, si bien es cierto que proporcionó empleo a gran número de personas en las zonas de explotación, esta se hacía de modo tan rudimentario que suponía la destrucción de los árboles y el consiguiente agotamiento de esta fuente de riqueza. Y una paradoja más es la de los ferrocarriles, supuestamente construidos para el comercio exterior. En este período el oro representó entre la tercera y la cuarta parte de las exportaciones, y para su comercio los trenes eran buenos pero no indispensables. Lo eran para el tabaco y la quina, pero –salvo por el ferrocarril de Honda a La Dorada- no hubo trenes entre las zonas de explotación de estos productos y el río Magdalena. Por el momento, el mejor uso de los trenes era para llevar más trenes al interior. Quizás sirvieran más adelante para algo más que para simbolizar el progreso.

Al comenzar la época de la Regeneración, quizás nadie habría podido oponer argumentos de peso a la evaluación de la economía que hizo el presidente Rafael Núñez: “Nuestra agricultura está apenas en infancia. Nuestras artes permanecen poco menos que estacionarias. Nuestra vasta extensión territorial sólo cuenta con unos pocos kilómetros de rieles. Los cuadros estadísticos revelan el hecho desconsolador de que hace algunos años que no exportamos lo necesario para pagar todo lo que importamos”. Y estas sólo eran las primeras pinceladas del cuadro de una situación evidentemente difícil.

Que el optimismo radical en cuanto al poder de las exportaciones no tenía bases muy firmes se hizo visible desde la propia época radical y terminó por demostrarse de modo más fehaciente en el período de la Regeneración. Luego de una época de “recesión y crisis” al final del período radical (1874-77), vino una bonanza en los años de Julián Trujillo y Rafael Núñez (1878-1882), a la cual siguió una “depresión severa” que duró todo el resto de la década de 1880. A la recuperación iniciada en 1890 siguió una nueva bonanza que duró hasta 1898, cuando vino otra “depresión severa” hasta 1910. Esto se hace más visible –y comprensible- si se da una mirada a las oscilaciones de los productos de exportación.

Principales exportaciones de Colombia, 1881-1905 (por valor)
Producto 1881-83 1888-91 1898 1905
Metales preciosos 23,7% 26,9% 17,4% 14,1%
Tabaco 1,2% 6,9% 8,3% 3,3%
Quina 30,9% 0,3% - 0,1%
Añil 7% - - 0,4%
Café 16,9% 34,3% 49,0% 39,5%
Otros 27,3% 12,5% 8,7% 8,0%

En los primeros años de la década de 1880 hubo cambios notables en las exportaciones. Las de tabaco se derrumbaron estrepitosamente, pero las de quina, que habían seguido un curso ascendente desde 1854, llegaron a sus días de esplendor. No era para emocionarse, pues prácticamente desparecieron desde entonces, junto con los árboles. También tuvo en esta época su breve auge el añil, para esfumarse luego, y –para sorpresa de todos- las “exportaciones menores” alcanzaron su mayor altura (más de la cuarta parte del total, superando al oro). Entre tanto, ganaba terreno el producto que habría de convertirse en símbolo de la nación durante los siguientes cien años: el café.

Introducido en Colombia desde el siglo XVIII, si no antes, el café solo comenzó a cultivarse comercialmente en la década de 1830 y a figurar entre las exportaciones en la de 1840. Partiendo de las antiguas provincias del departamento de Santander, donde se comerciaba por el lago de Maracaibo, se extendió a Cundinamarca y de allí al sur del Tolima y Antioquia. El que se llamó “eje cafetero”, correspondiente al departamento de Caldas, el norte del Tolima y el norte del Valle del Cauca, vendría a formarse más tarde, a partir de 1910, aunque el cultivo se introdujo en la región de Pereira hacia 1886.

Al contrario de lo que sucedió con el tabaco, los precursores del café fueron grandes terratenientes que usaban mano de obra campesina, aunque en Santander hubo también cultivos en pequeñas propiedades familiares. Los propietarios, a la vez comerciantes, obtenían préstamos en el exterior para adquirir la maquinaria necesaria y montar las instalaciones para el procesamiento del grano al acercarse la época de cosecha. Así se formaron unas 600 haciendas cafeteras en esta época, con sistemas laborales que variaban de una región a otra, pero con el predominio de la aparcería en Santander, el arrendamiento en Cundinamarca y Tolima, y un sistema de “agregados” en Antioquia, sin que en parte alguna predominara el trabajo asalariado. Obviamente eran frecuentes los desacuerdos entre el propietario y sus trabajadores, que pasaban a la violencia cuando sucedía algo que alborotara los ánimos, y poco los alborotó tanto como las veleidades del comercio exterior. Aunque los ingresos en dólares por concepto de exportaciones de café crecieron con rapidez (de 1,9 millones en 1880 a 8,6 en 1898), el aumento de la producción en Colombia y otros países exportadores hizo que los precios comenzaran a caer a partir de 1895. Esto, sumado a un desmesurado impuesto sobre el café que se estableció en ese año, disminuyó los ingresos tanto de los propietarios como de los trabajadores. Entonces vino la guerra de los Mil Días y llegó a su fin esta primera época de bonanza cafetera.

Véase también

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Créditos

  • Efraín Sánchez, Historiador e investigador. 2020