"Es un mundo que sufre de gigantismo, pero lleno de inocencia y de la mejor voluntad. Detrás de él aparece la calidad de la pintura, que es excepcional desde el punto de vista del oficio". Los cuadros de Botero son, ante todo, pinturas de gran belleza. El artista ha escogido una manera de pintar tradicional, pero ésta se encuentra tan transformada por su visión personal que resulta única y muy original. Trabaja a partir de un mundo conocido y recordado, pero en él aparecen y suceden muchas cosas maravillosas: la composición sobre un fondo color vino de ocho prelados amontonados unos sobre otros como si fueran las frutas de un bodegón, del óleo Obispos muertos (1965); la desmesurada desproporción entre la diminuta primera dama y el gigante militar, con una minúscula taza, del óleo Dictador tomando chocolate (1969); la presencia de una babilla y una serpiente en el piso de la sala, del carboncillo Familia con animales colombianos (1970). El catálogo de la exposición de Botero, organizada por el Museo Hirshhorn de Washington en 1979, dividió sus obras en seis categorías: 1) Religión: Madonnas, santos, diablos, cardenales, obispos, nuncios, madres superioras, monjas; 2) Grandes maestros: diversas interpretaciones de obras de Jan van Eyck, Masaccio, Paolo Uccello, Andrea Mantegna, Leonardo da Vinci, Lucas Cranach, Alberto Durero, Caravaggio, El Greco, Diego Velázquez, Francisco de Zurbarán, Juan Sánchez Cotán, Georges de la Tour, etc.; 3) Naturalezas muertas y vivientes: animales, especialmente en las esculturas de los últimos años; 4) Desnudos y costumbres sexuales: particularmente escenas prostibularias; 5) Políticos-presidentes, primeras damas, militares; y 6) Gente real e imaginaria: el ciclista Ramón Hoyos, vendedores de arte, miembros de su familia, numerosos autorretratos y muchos personajes anónimos que posan, comen, bailan o montan a caballo. Entre la gente imaginaria hay que mencionar a los toreros y a los muchos personajes, incluyendo los de los tablaos flamencos, relacionados con el mundo de la tauromaquia, tema recurrente en la obra de Botero desde los primeros años ochenta. De acuerdo con Simón Alberto Consalvi “La tauromaquia de Botero es una confesión: un ejercicio de nostalgia y, finalmente, una fiesta de grandes toros, matadores arrojados, picadores borbónicos, caballos suicidas y majas celebratorias” Pero la fiesta brava no puede entenderse sin la presencia de la muerte, y Botero lo sabe bien; ha pintado cuadros como Toro muriendo (óleo, 1985) y Muerte de Ramón Torres (óleo, 1986), en los que el triunfador es un esqueleto que blande una espada, acaballado en la grupa del animal. Desde 1976, Botero ha combinado su trabajo de pintor y dibujante con el de escultor.