Transportes y modos de viajar en Colombia en el siglo XIX
Eran tantos los peligros y las incomodidades a que se enfrentaba cualquiera que viajara de un lugar a otro en la Colombia del siglo XIX, que muy pocos se atrevían a hacerlo. Como escribió el geógrafo alemán Alfred Hettner en la memoria de sus recorridos por el país entre 1882 y 1884, “El interés de moverse de un lugar a otro para absorber siempre nuevas impresiones es algo extraño a los colombianos. La naturaleza no les inspira mayor entusiasmo, imponiéndoles los viajes, en cambio, molestias y sacrificios en medida tal que el aspecto de gozose les va trocando en la sensación de un mal necesario”.
Cuando se habla de viajeros por Colombia en el siglo XIX por lo regular se hace referencia a diplomáticos, comerciantes, mineros o científicos, entre los extranjeros, y entre los nacionales a funcionarios del gobierno o comerciantes. Viajar por el país era algo tan fuera de lo común -no solo en Colombia sino, en realidad, en todo el mundo- que en muchos casos las experiencias vividas quedaban registradas en relatos y diarios de viaje. No quiere esto decir, sin embargo, que las clases más pobres fueran completamente ajenas a los viajes. Por el contrario, por los caminos de la nación era frecuente encontrar cargueros y arrieros, encargados de transportar las mercancías, promeseros que se dirigían o regresaban de los santuarios religiosos, y, en los días de mercado en los pueblos, toda una variedad de agricultores, vendedores de frutas u hortalizas, de cerdos, de ovejas o bovinos, de artículos de alfarería o telas bastas, y de todos los demás productos susceptibles de venderse o comprarse. Sin embargo, los sufrimientos eran los mismos para todos, y viajar solo vino a dejar de ser un “mal necesario” para convertirse en un “placer” cuando los medios de transportes y la infraestructura, especialmente las carreteras, permitieron el surgimiento del turismo, ya entrado el siglo XX.
Los factores que determinaron las dificultades de los viajes son los mismos que explican la extraordinaria diversidad natural y cultural de Colombia. Son estos, en primer lugar, desde el punto de vista geográfico, la cordillera de los Andes, que atraviesa la nación dividida en tres ramales, y su localización en la zona intertropical del planeta. En segundo lugar, e igualmente importante, la forma como se pobló el país desde la conquista. Al llegar el siglo XIX más de la mitad de la población vivía en los altiplanos de la Cordillera Nororiental y el resto se distribuía en pequeñas áreas del Alto Magdalena, el Alto Cauca, Antioquia y el altiplano de Nariño, preferentemente en zonas de clima frío y templado. Más del 80% del territorio, correspondiente principalmente a regiones planas y de clima cálido, estaba muy poco habitado. Se creó así un país de regiones densamente pobladas y relativamente pequeñas, localizadas en áreas montañosas y aisladas entre sí por valles y llanuras por lo general de clima caluroso. En medio de esta geografía, a la vez imponente e indómita, solo existía una ruta practicable para conectar no solo el interior del país con el mar y el mundo exterior, sino también las diversas regiones habitadas entre sí. Esta ruta era el río Magdalena, que recorre el país de sur a norte formando un valle entre las cordilleras central y oriental. El gran reto que enfrentó el siglo XIX desde el punto de vista de los transportes fue, entonces, comunicar las ciudades y pueblos entre sí por medio de caminos de tierra, y a la vez buscar la unión de las capitales provinciales con el Magdalena, para facilitar tanto el comercio interior como el exterior.
Algunas poblaciones, especialmente aquellas que se fundaron sobre asentamientos prehispánicos, estaban interconectadas por “caminos de indios”, en ciertos adaptados por los españoles para cabalgaduras y a los que llamaron “caminos reales”. Empedraron algunos trechos y en determinados sitios, especialmente en cercanías de las ciudades mayores o en rutas muy transitadas, construyeron elegantes puentes de mampostería o de ladrillo con arcos de medio punto. Pero tanto los caminos prehispánicos como los caminos reales solo cubrían tramos cortos que poco respondían a las distancias y a los obstáculos que había que superar. En el siglo XIX aún subsistían algunos caminos y puentes construidos por los españoles, pero el conjunto era de tal naturaleza y se encontraba en tal estado que fue descrito por Manuel Ancízar como “el miserable sistema de vías comerciales que la casualidad, más bien que la inteligencia, había establecido desde la conquista hasta 1810”.
La gran mayoría de los caminos interiores de la Nueva Granada ofrecían al viajero un aspecto no muy distinto al que encontró Alfred Hettner en uno de sus recorridos en 1884: “El estado en que encontré la vía no es fácil de describir; mejor puede hacerse con una conocida inscripción que reza: ‘Este camino no es camino, pero quien no obstante lo tomare, cuide de no romperse el pescuezo, ya que el hombre a favor de la vía no parece haber hecho cosa distinta de la de tumbar árboles para que cayeran con el objeto de obstruirlas’”. Incluso un camino tan transitado como el de Honda a Bogotá hizo declarar al secretario de Relaciones Exteriores y Mejoras Internas ante el Congreso de 1850 que tal camino “no ha existido nunca, pues no podía llevar ese nombre la senda escabrosa y llena de precipicios y profundos atolladeros que hasta ahora ha servido para dicha comunicación”.
El medio más común de viajar por los caminos de la Nueva Granada era a pie, pero este método al parecer solo lo utilizaban los más pobres, incluidos los cargueros que transportaban desde telas hasta pianos hacia el interior. En las áreas planas y para los viajeros con más medios económicos el recurso más utilizado era el caballo, pero este no podía hacer frente a los caminos de montaña, que eran la mayoría y para los cuales la cabalgadura más adecuada era la mula. Alfred Hettner comparó los dos medios de transporte, diciendo que los caballos “a la mula le ganan en recorrido en lo plano, provocando esta no obstante un cansancio mucho más intenso en su jinete y precisándolo a aplicar las espuelas a ratos. Pero, por otra parte, aun en los peores trayectos del camino, el viajero puede confiar tranquilamente en su paso seguro, mientras se cuide de no azuzarla en exceso, permitiéndole en cambio buscar ella misma su pisada. Al paso que no afectan su salud ni los cambios de clima ni las variaciones en la alimentación, su capacidad de soportar esfuerzos y privaciones excede en mucho a la del caballo”. En los caminos más fragosos y abandonados se prefería el buey. "El paciente animal", escribió Manuel Ancízar, “enjalmado y con un largo cabestro, atado al agujero que le abren en la ternilla de la nariz, marcha delante del conductor con dos grandes mochilas encima y a veces una mujer o un muchacho por añadidura... De regreso del mercado, el buey sin carga se convierte en cabalgadura del amo, y contra todas sus costumbres trota o galopa de una manera grotesca que hace reír al que por primera vez presencia el inusitado andar de aquellos caballos con cuernos, obedientes y mansos sobre toda ponderación, compañeros inseparables del indio y del labriego, y auxiliares que ningún otro reemplazaría en las faenas del campo y del tráfico".
En muchos caminos, como en el paso de la montaña del Quindío, sin embargo, no era posible el uso de cabalgaduras, ni siquiera bueyes, y el viajero que no tenía la voluntad o la fortaleza suficientes para andar a pie, debía confiarse a la resistencia y destreza de un carguero humano. Santiago Pérez describe así su apariencia y su faena: "en aquél punto, en el cual debíamos subir sobre nuestros respectivos cargueros, éstos nos aguardaban con el largo bordón en las manos, unos calzones que los cubrían desde la cintura hasta los muslos, por único vestido, y sin más apero que la silla de guadua sobre los lomos robustos... La silla era una armazón a propósito para echárselo a uno a cuestas de cualquier modo. Se componía de dos tablillas como de una vara de largo y algo menos de ancho, formadas de fajas de guadua estrechamente unidas. Las dos se juntaban en un ángulo, uno de cuyos lados descansaba sobre la espalda del sustentante y el otro servía de base a la justa posición humana. Tres anchas cintas de un bejuco muy fuerte, una de las cuales ceñía las sienes y las otras dos se entrecruzaban en los hombros, servían para mantener la silla sujeta. En ésta, que salía del cuerpo inclinado del carguero a manera de espina, se instalaba cada cual, soltando las piernas cuan largas eran, hasta alcanzar el estribo apendizado de la silla… Entre los cargueros los hay DE SILLA y los hay DE CARGA. En esas recuas humanas sucede, pues, lo que en las otras. Nuestros compatriotas DE SILLA nos llevan a nosotros; nuestros conciudadanos DE CARGA la llevan y la llaman LÍCHIGO. Y era el líchigo un cesto cónico hecho con lianas y por ambos lados cubierto con hojas anchas y dobles del vihao”.
Ya nos hemos referido antes al río Magdalena, considerado con justicia como la “espina dorsal” de las comunicaciones en Colombia, no obstante las dificultades que presentaba su navegación. Aquí basta recordar que el gran río se surcó desde la época de la conquista utilizando canoas, piraguas y champanes impulsados por los bogas. Desde 1823 comenzaron a hacerse esfuerzos por introducir los vapores, pero estos solo se establecieron en firme a partir de 1847, cuando hicieron sus primeros viajes el “Magdalena” y el “Nueva Granada”, comprados en Estados Unidos por la Compañía de Navegación de Santa Marta. Aunque la llegada de los vapores disminuyó considerablemente el tiempo de viaje entre el mar Caribe y el interior, la travesía nunca dejó de ser azarosa.
Los ríos, como el Magdalena, constituyeron una de las grandes paradojas de la geografía y las comunicaciones en Colombia. Colombia es uno de los países con mayor cantidad de ríos en el mundo, algunos con características superlativas como el Patía, el más largo de los que desembocan en el Pacífico en América del Sur, y el San Juan, el más caudaloso. Pero la gran mayoría de los ríos navegables corrían por las cuatro quintas partes del país deshabitado, y en el país habitado solo uno, el Magdalena, tenía la longitud y el caudal necesarios para tornarse en vía de comunicación de larga distancia realmente utilizable. Con todo, en algunos ríos del interior, e incluso en ciénagas, lagos y lagunas de gran tamaño, era usual la navegación utilizando los mismos transportes tradicionales del Magdalena, es decir, canoas, balsas y champanes. La imaginación de los colombianos no pasó por alto la utilidad de la ruana como vela para impulsar una canoa, e incluso adaptó el aditamento que impulsaba a los vapores, la gran rueda de paletas, a otras condiciones y otros modos de propulsión. Cerca a Chiquinquirá encontró el viajero español José María Gutiérrez de Alba una “barca movida por ruedas de paletas” que se impulsaban, no por medio del vapor sino por la fuerza de dos hombres que empujaban un sistema de palancas que hacían girar las ruedas de paletas.
La imaginación en cuanto a los medios de transporte también se elevó por encima de los tiempos. Una caricatura, muy probablemente de Ramón Torres Méndez, publicada en el periódico Los Matachines Ilustrados en 1855, muestra una “Escena en el año 2003”. En ella un hombre con alas llega a un edificio en ruinas, y sostiene con una cuerda un globo aerostático personal. Ya desde hacía varios años se habían hecho pruebas acrobáticas en estas aeronaves sobre Bogotá, y sin duda el caricaturista estaba convencido de que el globo iba a ser el medio de transporte del futuro, en una geografía tan difícil como la colombiana.
Véase también
- Los partidos políticos en el siglo XIX
- Más sobre la salud de los colombianos en el siglo XIX: la higiene en las ciudades y en los campos
- La educación y las relaciones con la iglesia en el siglo XIX
- La salud de los colombianos en el siglo XIX: enfermedades comunes, epidemias y esperanza de vida
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Créditos
- Efraín Sánchez, Historiador e investigador. 2022
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